lunes, 21 de diciembre de 2009

Ricardo H. Herrera / El anclaje idiomático




En el párrafo final de su discurso de recepción del Premio Nobel, Seamus Heaney desliza la siguiente afirmación: “La forma poética es tanto el barco como el ancla. Al mismo tiempo, flotabilidad y estabilidad...” Por más que el lector analice los conceptos que preceden y suceden a esta frase, no hallará la clave de la metáfora marinera. Para comprender el sentido de la metáfora en cuestión es preciso acudir al ensayo de Heaney sobre su traducción del Beowulf. Declara el poeta en esas páginas que en su juventud, cuando realizaba sus estudios universitarios, leyó varios poemas anglosajones, “gracias a lo cual ―explica― no sólo se agudizó mi sensibilidad en torno al lenguaje, sino que desarrollé un enorme afecto por la melancolía y reciedumbre que caracterizan esta poesía”. Inmediatamente después de hacer su manifestación de apego profundo a la lengua madre, expone cuál fue la razón que, tras algunos titubeos, lo decidió a aceptar el ofrecimiento editorial de llevar a cabo la traducción del Beowulf. Antes de ir al meollo de la cuestión, como quien toma sus precauciones, vuelve otra vez sobre el tema de la afinidad y afirma: “abrigaba un fuerte deseo de regresar al primer estrato de la lengua y aquilatar el tesoro (verso 2.509 [del Beowulf])”. Sin embargo, el motivo recóndito de su aceptación del encargo tenía una doble vertiente: por un lado, su fidelidad al sustrato arcaico del idioma, por otro, un decidido antagonismo al lenguaje usado en el presente, o, mejor dicho, a la dilapidación del “tesoro” que se estaba llevando a cabo en la poesía estadounidense durante esos días. Veamos su declaración: “Esto ocurrió a mediados de los ochenta, época en que había yo comenzado a dar clases en Harvard de manera regular, lo cual me abría los oídos al habla sin anclas de cierta poesía norteamericana contemporánea. Decir que sí al encargo del Beowulf habría de implicar (discutía a mi capota) una suerte de antídoto auditivo, una manera de asegurar que mi ancla lingüística permanecería alojada en el fondo marino anglosajón. Así pues, acepté la tarea.” Ahora se comprende el sentido y el alcance de la metáfora marinera que usó Heaney en Estocolmo para delimitar las cualidades ―“flotabilidad y estabilidad”― de la forma poética. Dicho sin imágenes: la forma poética se define no sólo por la audacia de sus avances en términos de aventura semántica, sino también por su necesidad de no perder de vista el área lingüística en la cual la poesía realiza su navegación. Dejar de lado las perspectivas de anclaje, equivale a la imposibilidad de llegar a buen puerto, de fondear la nave junto al muelle de la propia literatura. Que el tema tiene trascendental importancia, lo dice a las claras el simple hecho de que su advertencia esté ubicada en la conclusión de su discurso de recepción del Nobel.
Aquilatar el tesoro del idioma... Obviamente, se trata de una vuelta de tuerca sobre el viejo motivo mallarmeano: darle un sentido más puro a las palabras de la tribu. La novedad, lo verdaderamente insólito, radica en que Heaney ha percibido el descuido por la lengua no en el far west, sino en la universidad de Harvard, una de las instituciones educativas más prestigiosas de los Estados Unidos. Evidentemente, consideró que la poesía que se escribía en las aulas de Harvard no tomaba en cuenta el “primer estrato de la lengua”. Su recelo es de origen exclusivamente “auditivo”, ya que la noción de anclaje en su concepción de la forma poética tiene que ver con la dimensión sonora del poema. Para entender en qué consiste para Heaney esta dimensión sonora, es preciso volver al último párrafo de su discurso de recepción del Nobel. Analiza allí brevemente cómo logra Yeats dar “su nota afinada a su máximo extremo” en un verso que sirve de estribillo a su célebre poema Meditaciones en tiempos de guerra civil. El análisis de dicho estribillo no pasa únicamente por su proyección semántica, sino sobre todo por la prodigiosa aplicación de los instrumentos formales que le dan vida para la poesía de lengua inglesa, o sea, por el firme y persuasivo entramado armónico creado por los acentos y las rimas, por el ritmo y la melodía. De lo dicho se desprende como lógico corolario que la usual afirmación privativa del versolibrismo de que cada poema crea su propia forma constituye un aserto sin anclaje (no más original de aseverar que todo poema es distinto de otro), ya que la noción de forma poética guarda una relación de vital filiación con la dimensión consuetudinaria de la entonación del idioma, vale decir: con la periodicidad de los acentos y de las rimas de estructuras rítmicas que tienen su origen en la infancia misma de la lengua. Hasta tal punto Heaney sintió que esa dimensión estaba amenazada en la poesía estadounidense, que decidió volver al punto de partida: el Beowulf. Algo así como si un poeta argentino que hubiese educado su oído leyendo la poesía de Borges (una voz tan controlada y enérgica como la de Yeats), tras asistir a un taller literario impartido en Bahía Blanca dedicado a ese contratiempo denominado “poesía de los noventa”, sintiera la imperiosa necesidad de releer el Poema de Mio Cid a fin de acrecentar la dimensión de musicalidad propia de nuestro idioma. No es improbable que esa relectura le concediese incluso la oportunidad de tender un puente entre su abatimiento y su tesón de hombre del siglo XXI y la melancolía y la reciedumbre que caracterizan la lengua castellana desde el momento mismo de su nacimiento.
Manteniéndonos siempre dentro del ámbito de los valores sonoros que dan vida a la poesía (diferenciándola de la prosa), vamos ahora a otro de los ensayos de Heaney: Envidias e identificaciones: Dante y el poeta moderno. Sin rebajar la importancia de la lectura de Dante realizada por Eliot, tema del ensayo en cuestión, el poeta irlandés contrasta dicha lectura con el acercamiento llevado a cabo por Mandelstam sobre la obra del mismo lírico. Afirma: “El Dante de Ósip Mandelstam es la recreación más ávida, más inspiradora, más deliciosamente invitadora a una aproximación que podríamos desear...” Este contundente y merecido elogio sin fisuras guarda estrecha relación con el tema que venimos perfilando, ya que no sería exagerado afirmar que el Coloquio sobre Dante de Mandelstam constituye la piedra basal de la crítica de poesía que un poeta de nuestro tiempo puede llevar a cabo con todo derecho. Tanto la crítica literaria de Joseph Brodsky como la de Seamus Heaney, sin duda los poetas de mayor predicamento en las dos últimas décadas del Siglo XX, se derivan de ese texto ejemplar. Aunque a quienes no sabemos ruso nos resulta imposible leer la poesía de Mandelstam, sí nos está permitido reconocer en su prosa su atención casi obsesiva a la dimensión sonora del idioma. En las primeras páginas de su Viaje a Armenia, por ejemplo, encontramos las líneas siguientes: “Mi llegada [a Armenia] como aficionado no alegró a nadie. El pedido de ayuda en el estudio de la lengua armenia antigua no conmovió el corazón de esas personas, ni siquiera la mujer poseía la llave para ese conocimiento. // Como resultado de una incorrecta apreciación subjetiva, me acostumbré a ver en cada armenio a un filólogo... Aunque, en parte, esto era cierto. Hay gente que hace resonar las llaves del idioma, incluso cuando no tiene ningún tesoro para abrir”, o ningún tesoro que aquilatar, como afirma Heaney a propósito de aquéllos que tienen el deber de hacerlo pero falsean o extravían los instrumentos que permiten acceder a él. El estupor de Mandelstam ante la dimensión sonora del armenio es absoluto; se enfrenta al sortilegio del idioma del modo en que sólo puede hacerlo un poeta ante un poema que lo fascina por el carácter virginal de su tejido armónico, distrayéndolo de su contenido como si se tratase de un fenómeno de segundo orden. El sonido despierta en Mandelstam un apetito insaciable. La “imaginación auditiva” (categoría crítica de origen eliotano) tiene las características de un afrodisíaco poético que desencadena su ardor metafórico: “Yo experimenté la alegría de pronunciar sonidos prohibidos para los labios rusos, secretos, réprobos y posiblemente, incluso, vergonzosos a cierta profundidad. // Había una hermosa tetera con agua hirviendo y, de golpe, arrojaron en ella una pizca de un prodigioso té negro. // Así es para mí el idioma armenio.”
La noción de anclaje verbal, de estabilidad idiomática, también incorpora símiles terrestres en la obra ensayística de Heaney. En su ensayo titulado W.B.Yeats y su Thoor Ballylee, la figura del ancla marinera encuentra su equivalente terrestre en la torre normanda que compró Yeats en 1916, y con la cual identificó hasta tal punto su concepto de la poesía que su mejor libro lleva el título de La torre. Dice Heaney: “La imagen de un templo dentro del oído, de una arquitectura innegablemente acústica, de una bóveda escrita, de lo firme, lo en su lugar y lo indesalojable de la forma poética, todo esto es una de las grandes contribuciones de Yeats a nuestro siglo...” Subrayo los tres conceptos cruciales de esta suerte de anclaje idiomático terrestre que provee la torre concebida como forma innegablemente acústica: lo firme, lo en su lugar y lo indesalojable. El concepto de anclaje se enriquece al complementar la noción de estabilidad idiomática con la idea de arquitectura sonora. Ya no se trata sólo de fondear la barca del poema dentro del área idiomática, sino de construir con la lengua ―cincelando cada verso como un bloque de granito― un resguardo que defienda al idioma contra la malversación de su tesoro. También este matiz (de estirpe rilkeana en el pasaje citado) halla su equivalente en la prosa de Mandelstam. Volvamos al Viaje a Armenia: “Más que los hongos me gustaban las góticas piñas y las hipócritas bellotas en sus capuchitas monásticas. Acariciaba las piñas. Ellas se erizaban. Me inducían. En su ternura con forma de cáscara, en su geométrica curiosidad estúpida, yo sentía los rudimentos de la arquitectura, el demonio que me acompañó toda la vida.” Aquí ya no es la aguerrida torre normanda construida por el hombre sino la naturaleza misma la que provee el modelo de la forma poética, como si la naturaleza atesorara en algunas de sus frágiles y perennes formas materiales una suerte de premonición de la tenacidad medieval por la construcción de catedrales.
No es casual, por ende, que el poeta elegido por Mandelstam para desplegar de modo integral su poética sea un hombre del medioevo que, forjando una lengua en estado naciente, logró construir la arquitectura verbal más compleja y soberbia de su literatura. La noción de sonoridad aparece no bien iniciamos la lectura del Coloquio sobre Dante. Dice el primer párrafo: “El discurso poético es un proceso cruzado y se compone de dos sonoridades: la primera de estas sonoridades es la modificación que nosotros oímos y percibimos de las herramientas mismas del discurso poético, que van apareciendo en el transcurso de su propio ímpetu; la segunda sonoridad es propiamente el discurso, es decir, el trabajo de fonética y de entonación que se realiza con las herramientas mencionadas.” Para cualquier poeta que cuente en su taller con las herramientas del discurso poético, este párrafo no ofrece dificultades de interpretación; para un versolibrista de nuestro tiempo, en cambio, no puede sino ser ininteligible, ya que no cuenta con herramienta alguna. La tan pregonada libertad del versolibrismo de las últimas décadas no es otra cosa que indigencia instrumental. Y, lo afirma Mandelstam, la línea sonora exclusivamente discursiva, “tomada fuera de la metamorfosis instrumental, se ve privada de toda importancia, de todo interés y se presta a ser narrada, lo que, desde mi punto de vista, es un síntoma inequívoco de ausencia de poesía, ya que allí donde la obra se deja medir con la vara de la narración, allí las sábanas no han sido usadas, es decir, que ―si se me permite la expresión― allí no ha pernoctado la poesía.” Inexplicablemente, los libros de ensayos de Seamus Heaney, de Joseph Brodsky y de Ósip Mandelstam no faltan en la biblioteca de ningún versolibrista. ¿Qué leen en ellos? ¿Cómo los leen? Estas son preguntas que no tienen respuesta. Probablemente, se trata de un esnobismo tan vetusto y paradójico como el apego por la Biblia que suelen demostrar aquellos que viven sin prestarle la menor atención a sus preceptos.

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domingo, 20 de diciembre de 2009

LucasSoares / Osías Stutman o la memoria como obra en curso. Notas sobre La vida galante y otros poemas


[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]

Osías y la memoria. Deleuze escribió que la mejor manera de comprender el núcleo del pensamiento de un filósofo consiste en acercarse a él, como si fuese un amigo en dificultades, y preguntarle: “¿Cuál es tu problema?”. Heidegger, por ejemplo, diría: el problema del ser. Si le preguntásemos a Osías “¿cuál es tu problema?”, creo sin dudas que respondería: la memoria. Ésa es la obsesión recurrente de su poética cristalizada en La vida galante y otros poemas. Desde ahí, bajo el imperio de una memoria que lleva las riendas de su mirada poética, se lanza a la captura del mundo. La memoria, hecha de sugestiones, excitaciones y esperanzas, constituye el vocabulario del poeta, la metáfora que lo manipula y trasciende: Traslada, va y viene, transporta sin ir (Otro escritor, p. 148). No es casual que el epígrafe de Martí que abre el libro introduzca desde el vamos la tensión memoria/desmemoria: Ella dio al desmemoriado/ Una almohadilla de olor. Como si a través de esa almohadilla, Osías recuperara a lo largo de sus poemas memorias propias y ajenas. Ni tampoco es casual que una de las secciones de La vida Galante se llame “Homenajes a las Memoria”.
El juego poético estriba para Stutman en la construcción de memorias falsas o, para usar uno de sus títulos, de “pasados ficticios”. Frente a la pregunta ¿de qué vive un texto? Nos dice: de memorias fingidas: los recuerdos de todo instante / y las memorias del mundo entero (La Simulación, p. 33). Se trata de una memoria personal hecha de pasados ficticios, exagerados: Sólo permito las memorias exageradas, / los recuerdos fingidos de un juego pueril (La escritura, p. 11). Las imágenes y palabras que componen los poemas sólo se hacen visibles bajo el agua turbia de la memoria: Pero es ella una imagen tan / ajena que no puedo pensarla en ningún idioma (Los pensamientos, p. 14). Para Osías el poeta es en el fondo un forjador de memorias. Contribuye a la emergencia de una memoria que de tan ficticia se vuelve la única posible. Como los actores, vive otras vidas gracias a memorias ajenas.
La poesía no es una lengua, ni una religión, ni una geografía. La poesía es para Osías el diario meticuloso de nuestros olvidos y memorias pasadas, que al fijarse en el poema se vuelven ficticias: Todo en el recuerdo se transforma (El Viaje, p. 70). La poesía como el registro de imágenes y palabras propias y ajenas que si no se escriben, se olvidan, dejan de existir. Es que en el fondo el poema ya está hecho. Quiero decir: ya está escrito en la memoria. Las visiones están ahí, esperando ser recordadas. Se trata tan sólo de escuchar lo que se filtra por los cuartos entreabiertos de la memoria: Otra vez, lo que escucho es sólo memoria (La lección, p. 20). La memoria como un work in progress, siempre incompleta. Pero si la poética de Stutman descansa sobre la memoria; si el poeta revisa y desgrana su música en memoria, también debe fundarse ―y aquí reside la potencia paradojal de la memoria― sobre el olvido de esa memoria: Entonces el único rescate es recordar / ese olvido como momento milagroso / que nos redime (El Escritor Que Cree En Lo Que Ve, p. 161). Bajo esta luz, Osías nos viene a decir que toda poesía es el resultado de un delicado equilibrio entre olvido y memoria: Ni joven ni viejo puedo olvidar / los recuerdos de mi primer desierto (La Luna Nueva, p. 39). Por eso tiene razón Ricoeur cuando señala que hay que evitar la demasiada memoria al mismo tiempo que evitar la muy poca memoria.
Osías cree, como Virginia Woolf, que nada ocurre hasta que uno no lo escribe. Pero va más allá, al decirnos que ni siquiera está a nuestro alcance conocernos. Sólo recordarnos: Ahora veo una garganta y la nombro. / Esa cosa huye y desaparece y ya es recuerdo, / o permanece como el remordimiento que engendra / el conocer (La Juventud o la Inmovilidad, p. 108). Porque perdida la memoria no hay poema: Sólo olvidar y recordar son el mundo verdadero (La Desaparición o las Diferencias, p. 105). Rota la familiaridad con lo que escribe, el poeta se entera de lo que le pasa al leer lo escrito por él como si fuera otro que escucha, de modo que conocer es, como quería Platón, recordar. En la poética de Stutman el poeta se encuentra respecto de lo que escribe en la misma posición que el lector: Procaz como un río sucio me hablo / como si fuera otro escuchando (Consejos a una poeta, p. 164). Para leer estos poemas hay que sacarse de encima el prejuicio de creer que por el hecho de ser inventada o ficticia, una memoria no es verídica. Aquí pasa lo contrario. La memoria, precisamente por ser inventada, se vuelve real, verdadera.

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Osías y las fuentes. Stutman abreva de distintas fuentes. Hay poemas que intercalan, aluden o son disparados, explícita o implícitamente, por pasajes literarios, cuadros, films, canciones, hechos históricos, viajes. Todo ello se amalgama en una memoria personal (la del poeta) hecha de imágenes y palabras ajenas, cuyas fuentes se revelan en las notas que encontramos al final del libro. Esto que podría verse como un defecto, en el sentido de que la aclaración de la fuente estaría revelando de más, no consigue desequilibrar el juego poético entre el mostrar y el ocultar. Osías sale airoso: el poema sigue creciendo gracias a la oscuridad de su raíz. O para decirlo en palabras de Leonard Cohen, el poema sigue casado con el misterio. Se trata así de una poesía que vive de episodios prestados, de citas partidas y enlazadas: Todo es prestado, menos la manera de decirlo / o el callar (Un Vocabulario Pretencioso, p. 17). A Osías se le puede aplicar esa frase genial con la que Lamborghini definía la estrategia poética de Eliot: “hizo un poema sin ninguna línea de él”. Todo el libro puede leerse como un abanico de versos ajenos, un diario de palabras recordadas (El Mismísimo Centro de África en Oxford, p. 26). Frente al espejo de las memorias prestadas, explicitadas en las fuentes, el poeta llega a conocerse y deviene el hombre que es y no es. El hombre que renace a través del acto poético: Después / de la lectura notaremos grandes diferencias y parecidos (La lectura otra vez, p. 203). Allí reside la apuesta de Osías que, como buen poeta, no apaga la batalla entre el aludir y el explicar (La juventud o la inmovilidad, p. 109).

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Lo probable ajeno. El punto donde confluyen los cuatro tópico centrales de la poética de Stutman, la memoria, el realismo, las fuentes y el engaño, puede leerse en estos versos que conjugan al mismo tiempo la enorme potencia de su efecto de lectura: Es imposible / creer una sola palabra de lo que dice / aunque brille fugaz el minuto que asombra (La locura del mundo, capítulo 7: La Memoria, p. 98). El material de Osías, la más propia posibilidad de su poesía se resuelve, paradójicamente, en la mostración de lo probable ajeno (Las Traducciones, p. 211).

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Ricardo H. Herrera / Una meditación

Motete

Ahora mi futuro es sólo fe,
ahora mi fe es apenas un sonido
en un vórtice puro de vacío.

El sueño es la cantera de mi ónix,
las sílabas las ascuas de mi Fénix,
Nadie es mi nombre y mi saber No Sé.

Cada día es el último, el primero,
clama la noche azul, ruega la aurora,
la angustia está de parto, aún no es la hora.

Asciende el torbellino de mi calma
limpio de historia: fábula del alma,
motete de voz blanca hacia la Gloria.




Árbol del ventanal

Se mece lento el suave poderío,
tarda en reverdecer el pacará.
Con su cuerpo imponente y retorcido
como el torso salvaje de un Laocoonte
se afianza en el vigor de la vejez.
Su loor agreste es casi imperceptible:
llegar tarde, ser viejo en primavera.

Qué primavera extraña... Madurada
como si fuese un don de la memoria.
Deseado esfuerzo y cruel renacimiento
que el pacará transforma hasta un extremo
de desnudez esbelta: filamentos
de verde tierno y transparente sombra.
¡Salva a tus hijos!, grita con su forma.



Debajo de las hojas

Alivia el peso leve de tus pasos;
alberga, aun con tormenta, esta arboleda
de olmos y pinos y álamos y plátanos.

Mana amparo del viento, del fragor
del follaje quejándose; en tus ojos
reina maravillada una fe diáfana.

Retén esta confianza; el iris verde
que inerme vence al caos volverá
con voz desnuda y ávida nostalgia.




Tras los vidrios

Cabe en un puño ahora mi experiencia,
es una nuez en mi morral de invierno;
un fruto seco, acaso atormentado,
pero en tu mano irradia calidez.
Cuando estoy a tu lado, cuando te hablo
voces arrebatadamente ansiosas
arden en su interior, crepita un fuego
de hojas secas y astillas y un olor
balsámico se expande entre los dos.
Tras los vidrios, el blanco de la nieve
y sobre el blanco un tordo; su plumaje
de color azabache exalta el frío,
transmuta el desamparo del paisaje,
cambia de especie todo lo vivido.



El viento en el laurel

¡Este viento en la noche, estas pisadas
huyendo como Dafne en lejanía
a la intacta blancura de la tela
o al silencio del libro!...

También en el poema aún oscuro
habrá metamorfosis, danza pánica;
ya aspiro el infinito en el aroma
de las hojas perennes.

Así como otros aman el desnudo
y lo dibujarían para siempre,
así amo yo la sed de las palabras
tras el encanto en fuga.



Una meditación

Una reminiscencia del silencio
en la paz de la página, alba o eco
de poesía inicial; y, manso, un río
que fluye y lento pule los guijarros
con una melopea sin palabras;
tiempo fuera del tiempo, luz de luz.

Arde la oscuridad en esa luz;
en esa hoguera inmóvil de silencio,
mudas, en transparencia, las palabras
se modulan, se abisman en un eco
de pura desmemoria; unos guijarros
dan el ritmo del tiempo, el son del río.

Tiempo del sentimiento es ese río
de rupestre rumor, funda la luz
del poema que nace: sol, guijarros,
y el desnudo de un cuerpo en el silencio
ya aproxima su aroma, deja un eco
de amada oscuridad en las palabras.

En la calma nocturna mis palabras
cifran la melopea de ese río
en formas de quietud, envés del eco
si aleja la aridez y hurta con luz
la nota cotidiana del silencio:
la pena o soledad de los guijarros.

Son estudio del alma estos guijarros
de sólida tibieza sin palabras
vibrando sobre el lienzo del silencio;
comparto su pobreza con el río
que hoy fluye en la memoria y extrae luz
de un verano remoto como un eco.

La melopea de agua ahonda el eco
del tiempo recobrado: unos guijarros
que atesoré por años, una luz
intensa y apacible, estas palabras;
a la distancia, en el olvido, el río
y una casa sumida en el silencio.

El eco alucinante del silencio
aún mora entre guijarros, junto al río;
es luz, luz que alimenta a las palabras.

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Santiago Venturini / El doble

lectura nocturna de Sylvia Plath


qué magnífico soy,
ahora,
perdido como una lámpara
de papel
en la noche llena de filos.

tanto pavor
me hace bello.

y sin embargo,
nadie ha venido para verme,
nadie es mi testigo.

¿ves el escándalo
detrás de este rostro?

¿puedes verlo,
nadie?

no,
no me aterra pensar
en el reverso,
imaginar el otro lado
escabroso,
un reflejo mío y ajeno
fuera de esta tierra.

lo que me aterra
es que cada día la oscuridad
se trague a la luz,
como dando las señales de algo
que se gasta:

un reloj,
un grandioso mecanismo,
una boca terrible que se come
todo.

no es la pasión
lo que me inspira.

las estrellas
no me alucinan.
están ahí, fijas,
desde hace millones de años,
como la costura del cielo.

la luna es un círculo
blanco,
macabro.
es una cara gorda.

si la miras demasiado
descubres el engaño.

todo podría derrumbarse,
¿lo ves?
la luna los techos afuera
las paredes que me dan una fría
seguridad;
todo podría estallar de pronto
como un vidrio,

como un golpe violento
en la superficie de un lago,
y entonces no tendrías nada.

(ya sé,
soy tan ridículo
como un recién nacido:
si abres la boca me asusto,
si me dejas solo,
tiemblo).

¿pero qué otra cosa
podrías enseñarme,
qué salmo o qué canto
podría inventar tu voz
para engañar a mis oídos?

oh
me dejaría convencer,
te escucharía quieto como una piedra,
con los ojos enormes y mojados,
como si toda mi vida
hubiese esperado que hables.

te asombraría en mi aberrante
fe,
capaz de aplastar
a las montañas.

no pienses
que ya no puedo salvarme,
no me tengas piedad.

no es un velo pesado
lo que oculta mis ojos,
sino la sombra espesa de un árbol
milenario,
sus ramas negras
grabadas en las pupilas
—soy una estampa
japonesa.

tan frágil soy,
tan puro.

como si lo único que supiera
hacer
fuera esperar el zarpazo
con esta preciosa

delicadeza



el doble

a Jimena V.

sobre mi sombra
tu sombra
—una copia perfecta:
los huérfanos siempre
se parecen.

las hojas se han vuelto
tan verdes,
aunque no sea yo
quien las mira.

al atardecer las ves
doradas.

así hablas en mí,
y así toco
la niebla de tu rostro que no veo,
pero es mío.

nubes días latidos que se borran
entre la calma de saber
que has llegado
y el temor a verte otra vez
desaparecer.

y la noche se vuelve siempre
inmensa,
y sé,
que te pesarán las mismas estrellas,
que la oscuridad te dará lo mismo

que me ha dado:
una corona encendida,
y esta larga memoria.

si alcanzaras a tocar
la punta de mis dedos
—me abrazo a mí mismo.

tu boca
que es mi boca
bajo las altas y heladas
constelaciones,

mis ojos
que son tuyos,
mudos y abiertos bajo millones
de años
y planetas




la sirena

Nothing forgotten in that continuity
of life to life…
Kathleen Raine


¿por qué nunca acabas
de caer?
¿por qué vuelves?

los mares no tienen
final,
se alargan leguas
y leguas:
te imagino a veces
en la olvidada profundidad,
bajo el peso del agua incalculable,
fantástica y lenta
como una sirena.

allí donde nadie puede verte,
donde nadie puede oírte
respirar.

hundo mi cara en el agua
y te escucho.

y sólo basta un golpe
de tu cola de pez
para que todo caiga.

se abre tu océano
y te impones
sobre las casas mudas
y las praderas.

las flores insolentes te acarician.

y yo
—diminuto blanco
gusano de seda—,
debo deshacer cansado
todo lo que hice en años,
para verte otra vez,
para otra vez saber
que cuando abra mis manos

ya no estarás allí

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Gottfried Benn / ¿Debe la poesía mejorar la vida?



[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]


[“Soll die Dichtung das Leben bessern?”, en: G.B., Gesammelte Werke in vier Bänden, ed. Dieter Wellershoff, vol. 1, “Essays, Reden, Vorträgen”, Wiesbaden 21962, 583-593. La conferencia fue pronunciada el 15 de noviembre de 1955, en la sede de la radio de Colonia, en el marco de una discusión pública con Reinhold Schneider. Estas palabras fueron las últimas que pronunció en público. El 7 de julio de 1956, Gottfried Benn, septuagenario, muere en Berlin.]

El tema propuesto para nuestra reunión vespertina ya ha sido explicado en sus libros, de manera reiterada, por los dos expositores presentes, por el Sr. Dr. Reinhold Schneider y por mí mismo. Bastará con que Uds. hayan leído sólo algunas páginas del Sr. Schneider, y otro tanto de las mías, para saber de manera aproximada lo que pensamos al respecto. Por lo que a mí concierne, en lugar de empezar con repeticiones, quiero emplear otro método para aproximarme al tema.
El método que quiero emplear consiste en examinar primeramente el tema con toda exactitud, y hacerlo pasar ante mis ojos, palabra por palabra. Debe: esto no puede interpretarse sino en el sentido de que aquí se quiere hallar una tarea, para la poseía o sobre ella, que sea vinculante. En los Diez Mandamientos, este Debe aparece en cada proposición del Decálogo: o “debes”, o “no debes”. Es una palabra dura este Debe en el capítulo vigésimo del libro segundo de Moisés. “Y todo el pueblo vio los truenos y relámpagos”, leemos, “y el sonido de la trompeta y el monte humeante. Pero como vieron tales cosas, huyeron y se pusieron lejos.” Pues bien, nosotros no queremos ponernos lejos, pero hay algo apodíctico delante de nosotros, este Debe, y él nos conduce de inmediato a la pregunta que sigue: ¿Quién pregunta, en rigor, quién viene a reclamar que se le de una explicación acerca de la poesía? ¿Es un economista, un pedagogo, un cura, un abogado; o será la Vox populi, el Consensus omnium, o el ideal democrático, según el cual cada hijo de vecino debe saberlo todo y hablar, también él, acerca de todo? No se sabe, y dejo la pregunta por de pronto sin respuesta.
La poesía: puesto que ya no hay más rapsodas y que nosotros mismos no lo somos, poesía significa un libro, un libro con poesía, un libro lleno de poesía. Un libro, pues, de tal índole, debe mejorar la vida, o no mejorarla; esto aún está por decidirse. Ahora bien, hay muchos libros que, de manera muy evidente, quieren mejorar la vida, libros de Economía, por ejemplo, donde se discute la cuestión acerca de un equilibrio entre libertad y coacción, entre el poder individual ilimitado y la economía de la sociedad de masas, y al final se muestra una salida que ha de redundar en situaciones mejores. O hay libros de Medicina sobre la neurosis, la represión, la enfermedad de los directivos, y estos libros aconsejan, recomiendan, prohíben, para mejorar la vida. Entre esta serie de libros tendríamos pues el libro lleno de poesía, en relación con el cual se nos ha planteado la cuestión de examinar si debe mejorar. Podemos admitir aquí el teatro como un libro hojeado.
Ahora viene la tercera palabra, y ella encierra una pregunta fundamental: ¿Qué es, en rigor, la vida misma? ¿Qué se quiere decir, qué de ella debe mejorarse? Su fisiología o sus emociones, el ser productivo o el pensante. “Vida” es un término muy breve para todo lo que significa, y así nuestro tema comienza a volverse espinoso; y aquí podría bosquejarse una crítica del concepto de “vida”, que es algo infrecuente, extemporánea en cualquier caso, pero no es por esto por lo que venimos a ella, sino porque el tema nos lo impone. Desde hace largo tiempo comencé a meditar acerca de qué extraño es esto de que el concepto de la vida se haya vuelto el concepto supremo de la posición de nuestra conciencia y de nuestra conciencia moral. Fuera del verso de Schiller: “La vida no es de los bienes el supremo”, uno halla sólo pocas restricciones críticas de esta especie. La vida: aquí la raza blanca se estremece; es el último sostén de las creencias de nuestro ciclo cultural inmediato. Es un residuo del biologismo del siglo XIX, el que obliga a la Europa actual a luchar por toda vida, incluso por su prolongación más miserable, a mantenerla siquiera una hora más con inyecciones y máscaras de oxígeno, mientras que por otra parte conocemos otros ciclos culturales donde la vida común, la vida de todo el mundo, no contaba para nada: entre los Egipcios, los Incas o en el mundo dorio; y todavía hoy escuchamos lo que ocurre en ciertas tribus nómades del Asia: cuando los padres se vuelven una carga, el hijo mayor introduce la espada por la pared del pabellón y el anciano se arroja desde dentro contra ella, oponiéndole el corazón. De modo que no es una exigencia universal, antropológica, este cuidado de la vida que se espera de nosotros.


[...]


¿O es que, finalmente, la poesía debe acaso mejorar, consolar, sanar, en sentido medicinal? Hay muchos que afirman tal cosa. Música para perturbados mentales y Rilke para la introspección en curas de ayuno. Pero cuando en Kierkegaard leemos: “La verdad vence sólo mediante el padecer”, cuando Goethe escribe; “padeciendo aprendí mucho”; cuando Schopenhauer y Nietzsche consideran el grado y la capacidad para sufrir como la norma que mide el rango individual; cuando Reinhold Schneider escribe: “En el enfermo ha de manifestarse la gloria de Dios, el milagro que realiza en él”, y cuando Schneider además designa la desaparición de la conciencia de lo trágico como el ocaso de nuestra cultura, ¿debe entonces la poesía, o el poeta, colaborar para el mejoramiento de estas situaciones deplorables? ¿No debería, antes bien, por responsabilidad ante una verdad superior, hacer alto y permanecer dentro de sí mismo? Una “verdad superior” en sus labios, exclamarán Uds., ¿qué significa esto ahora? Respondo que no puedo imaginarme un Creador que considerase como una mejora lo que, en el sentido de nuestro tema, podría significar eso de “mejorar”. Él diría, por cierto: qué se figura esta gente; la conservo a través de la miseria y la muerte para que alcance la dignidad humana, y ya se hacen a un lado otra vez con píldoras y té de hinojo, y quieren divertirse y hacer viajes en ómnibus, y por lo que toca a la poesía, sostengo lo dicho por Reinhold Schneider: “Es propio del ser del arte dejar preguntas abiertas, vacilar, perseverar en la penumbra.” Quien siente así la poesía, ése irá tal vez más lejos. En la penumbra; y sobre el Creador y el mejorar baste con lo dicho.
Hasta acá me he empeñado en una crítica formal del tema propuesto, pero no me limitaré a esto. Lo examinaré en sus entresijos y haré que me hable. Pero antes, quisiera decir todavía, recapitulando lo dicho, que nuestro tema es una pregunta muy alemana, que responde a un modo de formular muy alemán. No creo que esta pregunta hubiese podido ser planteada así en Francia, Italia o Escandinavia. A nosotros nos toca de cerca, porque por nuestra historia literaria podríamos pensar que los poetas mismos, ellos como ejemplo, ídolo, yo moral armonioso, como un precedente, podrían mejorar la juventud y la época. Y así es, en efecto, si contemplamos los últimos cien años de nuestra literatura, pues vemos en ella muchos grandes hombres, figuras íntegras como Storm y Fontane, idílicas, como Mörike, Stifter, Hesse, cívicas como Thomas Mann, Gerhart Hauptmann, seres todos de una noble humanidad, hombres honorables todos. Frente a ellos, Dostoievski jugaba a la ruleta como un maniático; Tolstoi no se bañaba durante semanas para apestar como un cosaco. Maupassant escribió que un hombre normal conoce eróticamente de trescientas a cuatrocientas mujeres en el curso de su vida. Verlaine disparó en plena calle sobre Rimbaud, lo hirió y fue a parar por dos años a la cárcel. De Oscar Wilde será mejor ni hablar. De modo que tampoco una vida ejemplar, que mejore a los otros, puede obtenerse de los productores de la poesía.
Para ahondar todavía más en los problemas de nuestro tema, me volví para ver qué opinan los propios poetas acerca de su actividad, si es que acaso la explican apuntando al mejoramiento de otros. Pero esto no lo hallé confirmado. Hebbel escribe: “Poetizar significa ponerse el mundo como un abrigo y calentarse”. Una tesis bastante egocéntrica. Ibsen dijo: “Poetizar significa juzgarse a sí mismo”. La expresión es famosa, pero no logro sacar mucho de ella. De Kafka escuchamos: “Cuanto no se refiere a la literatura es cosa que aborrezco, que me hastía.” Anatole France escribe: “Hemos de reconocer por fin que cuando no podemos callar hablamos de nosotros mismos.” Interesante es una observación de Rilke: “Nada pretende menos un poema que estimular en el lector al posible poeta.” Extraordinaria es esta sentencia de Joseph Conrad: “Poetizar significa, en el fracasar, experimentar lo esencial” . Para terminar, otra vez Maiakovski; éste anota: “El trabajo del poeta ha de prolongarse día tras día para acrecentar el dominio del oficio y para reunir productos poéticos provisorios. Un buen cuaderno de notas es más importante que la capacidad de escribir en metros anticuados.” Reparen Uds., a propósito de esta máxima, en las palabras “productos previos” y “cuaderno de notas”. Con esto nos encontramos ya en la antesala de un arte abstracto, consciente, artístico. Por ningún lado, a lo largo de esta correría, vemos o escuchamos de los autores algo de aspiraciones a mejorar en relación con otros. Pero Goethe, se dirá, él sí estaba empeñado en un esfuerzo que beneficiase a todos, él se afanaba por la formación, la educación, el mejoramiento. Pero, replico yo a mi vez, ¿qué es lo que Goethe, en rigor, no era? Y si estudiamos sus poemas, los más perfectos, los más bellos – “Por qué nos diste las hondas miradas” o la canción de las parcas, o el canto nocturno: “Oh, desde el blando bancal soñando oye siquiera un poco” –, ellos muestran, en el colmo del acierto, una y otra vez sólo la plenitud del poeta en sí mismo; sin que yo afirme por ello que sea una plenitud desde sí misma.
Pero ahora me arrojo en mar abierto y dejo que las olas choquen sobre mí: ¿debe la poesía mejorar la vida? Inspiro esta esencia humana, esta esencia idealista, penetrada de esperanza. Pero, pregúntome de inmediato, ¿cómo puede uno, que poetiza, vincular con ello, además, un sentido secundario? Quien poetiza está, por cierto, frente al mundo entero. “Frente” no significa en actitud hostil. Sólo hay un fluido de ahondamiento y silencio en torno a él. En las mesas puede ocurrir lo que sea, cada cual tener sus aficiones personales, comer, beber, estar achispado, hablar acerca de su perro, de Riccione ... no lo molestan y él no los molesta. Él está en un estado crepuscular, tiene cenefas luminosas en torno a su cabeza, un arcoiris, se siente a gusto. No quiere mejorar nada, pero tampoco deja que se lo mejore; está como suspendido en el aire. O está sentado en su casa, entre cuatro paredes modestas; no es un comunista, pero no quiere tener dinero, tal vez un poco de dinero, pero no vivir en la abundancia. Está sentado, pues, en su casa; enciende la radio, toma el pulso a la noche, hay una voz en la habitación, la voz tiembla, brilla y se oscurece, luego se interrumpe; una luz azulina se ha apagado. Pero qué reconciliación, qué reconciliación momentánea, qué abrazo de ensueño de vivos y muertos, de recuerdos y de lo ajeno al recuerdo; lo pone completamente fuera de su esfera; viene de reinos comparados con los cuales estrellas y soles serían paralíticos; de tan lejos viene; está: perfecto.

[...]


Qué hermoso sería, para uno que tiene que hacer poesía, si él pudiese vincular con ello algún pensamiento superior, uno firme, uno religioso o uno humano también; qué consolador sería para su emisor secreto, que envía los rayos de la muerte; pero creo que a muchos no les nace un pensamiento consolador de ese género; creo que viven en un vacío despiadado; vuelan allí las flechas sin que nada las desvíe; hace frío, un frío gélido, allí sólo valen los rayos, sólo las esferas supremas, y lo humano no cuenta.
En ese ámbito surge la poesía. Y con esto tenemos ante nosotros el problema del arte monológico. El poema es monológico. Esta afirmación no es una anomalía constitucional mía; también más allá del Atlántico la hallamos representada. En los Estados Unidos se intenta promover también la lírica mediante cuestionarios; se envió un cuestionario de estos a catorce líricos en los Estados Unidos; una de las preguntas decía: ¿A quién está dirigido un poema? Escuchen Uds. lo que respondió un tal Richard Wilbur: un poema, dice, está dirigido a la Musa, y ésta existe, entre otras razones, para encubrir el hecho de que los poemas carecen de destinatario. El poema, la lírica, es la mejor prueba para nuestra pregunta. Un poema es siempre la pregunta por el yo, y todas las esfinges, todas las imágenes de Sais se mezclan en la respuesta. El ciclo cultural atlántico pues, hoy y aquí: el poema moderno, el poema absoluto, es el poema sin fe, el poema sin esperanza, el poema dirigido a nadie, un poema de palabras que Ud. engarza de manera fascinante. Y bien puede ser él una esencia supraterrena, trascedente, que si no mejora la vida del hombre individual, lo excede y sobrepasa. Quien detrás de esta afirmación y de esta locución no quiera ver más que nihilismo y disolución, no ve que, incluso detrás de la fascinación y la palabra, hay oscuridades y abismos de la existencia suficientes para satisfacer al más meditabundo; que en cada forma de esas que fascinan viven suficientes substancias de pasión, de naturaleza y de experiencia trágica. Abarquen Uds. con la mirada ese camino que es el de Uds. mismos: el camino religioso y el estético-poético a través de los milenios: la humanidad toda vive de algunos encuentros del hombre consigo mismo; pero, ¿quién se encuentra a sí mismo? Sólo pocos, y en tal caso, solos.
He aquí pues que el orador, pensarán tal vez Uds., responde la pregunta que se le formuló con la negación más rotunda. No, no hace tal cosa. La poesía no mejora, pero hace algo mucho más decisivo: tranforma. Carece, si es arte puro, de impulsos históricos, de impulsos terapéuticos y pedagógicos; actúa de otro modo: cancela el tiempo y la historia, su efecto apunta a los genes, a la masa heredable, a la substancia: un largo camino interior. La esencia de la poesía es infinito recato, destructor su núcleo, pero delgada su periferia; no es mucho lo que toca, pero lo hace ardiendo. Todas las cosas se invierten, todos los conceptos y categorías tranforman su carácter en cuanto se los considera como lo hace el arte, en cuanto él los presenta, en cuanto ellos se le presentan. El arte hace fluir como torrente lo ya endurecido, lo decrépito y cansado, un fluir como torrente que confunde y resulta incomprensible, pero que en las orillas convertidas en desierto va esparciendo simientes, simientes de dicha y simientes de aflicción; el ser de la poesía es plenitud y fascinación.
Y para que Uds. vean qué seria es la situación para la que procuro hallar los términos que la expresen, concluyo con unos versos de Hebbel en los que Uds. también escucharán esa palabra que es ajena a mi estilo, pero en la que muchos de Uds. quizás confían; es una estrofa del poema “A los jóvenes”; reza como sigue:

Sí, sea, dice también Dios,
y en silencio su bendición desciende,
porque no hace un motivo de mofa
del que a sí mismo aquilatarse quiere.


Traducción y notas Martín Zubiria

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Diego Bentivegna / Valdelomar: lo perimible, la cura, el don



[Texto completo. En la edición impresa se incluye una antología de poemas de Valdelomar]

O prezioso umor di corpo esangue
che morto ancor d’ immortal grazia abbonda,
e sparge così chiara e lucid`onda
s´egli versava già sudore e sangue

TORQUATO TASSO
Al maná del glorioso apóstol San Andrés



Valdelomar. En la Argentina, el poeta y narrador peruano Abraham Valdelomar es conocido casi exclusivamente como uno de los precedentes inmediatos y como uno de los primeros críticos atentos a la producción poética de César Vallejo. En efecto, el 2 de marzo de 1918 Valdelomar publicó en el periódico Sudamérica de la capital peruana una elogiosa crítica de los poemas que Vallejo, recién llegado de Trujillo, le había entregado poco antes. El comentario de Valdelomar, que hablaba del poeta de Santiago de Chuco como de “un hombre sincero y bueno, un niño lleno de dolor, de tristeza, de inquietud, de sombra y de esperanza”, iba acompañada de una sucinta selección de poemas que formarán parte de Los heraldo negros, el primer poemario de Vallejo publicado en 1919. En teoría, Valdelomar debería haber escrito unas palabras introductorias para Los heraldos, pero sus compromisos políticos como representante en el Congreso de Ayacucho lo impidieron.
Cuando publica su comentario sobre el todavía ignoto Vallejo, Valdelomar, tan sólo cuatro años mayor que el autor de Los heraldos, ocupa un lugar destacado en la viada cultural peruana. Nacido en la ciudad de Ica en 1888, Valdelomar ya ha publicado por entonces textos importantes, como los poemas “Tristitia” o “Nocturno”, el cuento “El alfarero” o la novela La ciudad de los tísicos . En 1913, el gobierno peruano lo ha nombrado embajador en Italia, donde se adentra en el mundo de uno de los autores que más han marcado su producción, junto con el simbolismo francés y el barroco colonial peruano: Gabriele D`Annunzio. Además, ha fundado en 1916 una de las revistas literarias peruanas más importantes: Colónida, donde junto con él publican narraciones, poemas y ensayos autores de su generación, como José Carlos Mariátegui, José María Enguren y Percy Gibson. En la revista, marcadamente influida por Darío y por el decadentismo a la Wilde y a la D`Annunzio, Valdelomar comienza a publicar agudas crónicas con el pseudónimo de Conde de Lemos.
El crítico italiano Roberto Paoli lee en el poema XXIII de Trilce (Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos) las huellas de una suerte de soneto desguazado, del que habrían quedado solamente algunas marcas formales en ciertos endecasílabos sobrevivientes (cierta migaja que hoy se me ata al cuello) y en ciertas rimas diseminadas a lo largo del poema (capilar, pasar, amasar, molar; arriba, estiva). La operación de desguace formal que Vallejo lleva adelante dice mucho acerca del lugar de Valdelomar y de los “Colónidas” en una experiencia poética como la suya, una de las más extremas de la poesía en lengua castellana. Leída desde la poética vallejiana de Los heraldos, la poesía de Valdelomar se presenta como una poesía íntima y familiar que exhibe una factura formal rigurosa y donde se entrecruzan la herencia del simbolismo y el decadentismo con las “nostalgias imperiales” del Perú incaico y virreinal. Incluso el célebre ciclo familiar de Vallejo, en el que se inscriben algunos de los más logrados poemas de Trilce (entre ellos, el XXIII), está in nuce en los versos de Valdelomar, con sus cenas familiares presididas por padres bíblicos, el hermano ausente, los muertos familiares y los panes compartidos como en un ofertorio.
Los poemas de Valdelomar se ciñen a formas métricas rigurosas (como el soneto) y están atravesados por un aire de melancolía y de pérdida del nido familiar originario que recuerda, más que al tono elevado de la poesía d`annunziana, a las zonas más eficaces de los traumáticos poemas familiares de Giovanni Pascoli. Con todo, a pesar de los reconocimientos temáticos y formales, los poemas de Valdelomar representan para el poeta de Trilce un universo literario agotado.
”Estáis muertos”, escribe Vallejo, quizá pensando en los Colónidas, en un poema trilceano fechado el 1 de mayo de 1920. Valdelomar ha fallecido poco antes, en noviembre de 1919, en la ciudad de Ayacucho, a los 31 años.


Lo perimible, la cura, el don. La ciudad de los tísicos (1911) es una breve historia de dos ciudades. Por un lado, la capital del Perú, Lima, que se proyecta en el texto como una ciudad desfasada, estratificada, con sus tiendas anglo-francesas y el trazado urbano ritmado por las iglesias coloniales. Por el otro, la “ciudad” alta, la “ciudad” de la montañas, que es residencia veraniega y sanatorio. Lima es el escenario de la atracción casual que siente el narrador por una figura femenina que reúne los rasgos que la convención del decadentismo a la D`Annunzio, idolatrado por Valdelomar, exige. En la “ciudad” de las montañas se teje, en cambio, una historia en la que el amor se entrama con la muerte: la historia de Abel Rosell, el amigo del narrador, que ha partido a las alturas para tratar su tisis y que escribe, periódicamente, cartas a su amigo limeño, cartas que son la entraña de La ciudad de los tísicos. Si Lima, en el relato de Valdelomar, es la ciudad de la tentación carnal y del pecado, la pequeña ciudad de los enfermos es, en todo caso, el lugar de una cura fallida, de un desastre (la muerte), pero también el lugar donde es posible imaginar una forma peculiar de comunidad.
En el monasterio de San Agustín, en Lima, se conserva una de las obras más famosas del barroco americano: la alegoría de la muerte, del mestizo Baltazar (sic) Gavilán. Según narra Ricardo Palma en una de sus tradiciones peruanas, la espeluznante obra produjo, en un mismo gesto, la locura del mestizo y su muerte. Acuciado por oscuros fantasmas, Gavilán, cuenta Palma, se despertó en medio de la noche y se topó, de pronto, con la estatua recién terminada, a la que confundió sencillamente con la muerte y, esperablemente, murió. Frente a esta estatua, en los oscuros claustros de San Agustín, el narrador de La ciudad de los tísicos desarrolla una de las más tocantes reflexiones en torno a la muerte y sobre la eficacia simbólica del arte. “Su boca –leemos- muestra un camino, sus ojos señalan una hora, su flecha hace abrir una herida”. No puedo describir mi muerte, no puedo representar el momento de ese tránsito. Sin embargo, la estatua de Gavilán, que literalmente da la muerte, señala, en el vacío terrible que se abre en su boca de momia peruana, aquello que en definitiva no puede ser representado.
En su detallado análisis de las formas de la vida religiosa en el período barroco, Julio Caro Baroja se detiene en el problema del arte y de sus interrelaciones con lo sacro y con lo mortuorio. “En el siglo XVII –escribe Caro Baroja- los escultores castellanos y andaluces, acaso más todavía que los pintores, dan a la imaginería religiosa un aspecto material terrible, reproduciendo las manifestaciones físicas del dolor en heridas, llagas, lágrimas, rostros abatidos, etc., de modo que puede producir incluso repugnancia”. Sin embargo, leída desde el modernismo decadente de comienzos del siglo XIX, la muerte no es tan sólo la imagen repugnante que arrojan las imágenes arrumbadas en los pasillos de las iglesias. Para el narrador, que vaga, como un tardío flâneur decimonónico, no hay en la topografía de la ciudad virreinal una forma sola de la muerte, una representación unificada. La muerte es múltiple, indeterminada y, en definitiva, irrepresentable. La muerte blanca, la muerte europea como una muerte descarnada y violenta. La muerte aborigen, la muerte americana, como una muerte feliz y calma. Como una fiesta. Es la muerte ajena (del indio) que obsesiona a una porción considerable de los escritores americanos de la segunda mitad del siglo XIX, como Ricardo Palma o Joaquín V. González, que escribe largas elegías en prosa acerca de un mundo muerto cuyos restos contempla en las montañas riojanas pero que resulta ya irrecuperable.
La ciudad de Lima se cartografía en paseos erráticos del narrador valdelomariano como una suerte de cuerpo desguazado, de cuerpo en cierto sentido acefálico. Sintomáticamente, la meditación sobre la muerte se desplaza de la imagen alegórica al cuerpo embalsamado que es, también, el cuerpo del poder y de la conquista: El cuerpo de Pizarro, que yace en la Catedral de Lima, y cuya cabeza, advierte el narrador, siendo lo único del cuerpo de Pizarro que permanece (pues el cuerpo que se admira en su tumba es de otro) resulta paradójicamente un agregado, una ficción, un intruso, un lugar vacío que, a su vez, vacía de sentido el edifico simbólico que se asienta sobre él. Que lo relativiza.
Se desgranan así, en las primeras páginas de La ciudad de los tísicos, los rasgos del cuerpo de una ciudad barroca, de una Lima que asume las formas complejas de Sevilla o del Nápoles también virreinal (ciudades barrocas que están, en el siglo XVII de Gavilán, bajo la misma corona hispánica) donde los estratos de los pueblos que han pasado por ellas se mantienen en una zona rara y donde se despliega lo que ha sido pensado como una suerte de “microfísica de lo sacro” (Niola). Se trata de una microfísica que puede ser medida, que puede ser topografiada como hizo un anónimo fraile dominicano en el siglo XVII, que es el siglo de Gavilán, en su Catálogo de Santos cuerpos y de insignes reliquias que hay en la ciudad de Nápoles y en su territorio. Allí se reconstruye el cuerpo admirable de la ciudad barroca, es decir, la microfísica señalada por una serie de restos corporales de todos los tipos imaginables. Ampollas de sangre que periódicamente se licuan, y que, si el proceso tarda o se detiene, provoca en la multitud la sospecha de que el propio cuerpo del santo está afectado por la jettatura (que no es otra que la tisis en el habla napolitana). Dientes. Lenguas que nunca llegan a pudrirse del todo. Cuerpos de santos de los que brota, como en un milagro, el maná curativo. El maná al que se refiere Tasso, el autor de la Jerusalén liberada, el poeta víctima de la locura y presa de un furor poético como el mismo mestizo Baltazar, en el epígrafe de este texto: la palabra que designa al alimento donado por la divinidad a los judíos en el desierto, pero también el misterioso líquido que secretan los cuerpos sagrados y el licor azucarado que, dice mi Larousse, sudan, “en determinadas condiciones de temperatura y humedad”, los troncos de ciertas plantas como el fresno, el alerce o el eucaliptus.
El mestizo Gavilán esculpe la madera. La trabaja, medita el narrador, como un material noblemente cristiano. Y aquí La ciudad de los tísicos plantea, a su modo, una fugaz fenomenología del arte y de sus materiales, una fenomenología material que se entrecruza con la meditación sobre la muerte. La madera, en efecto, es, leemos en el texto de Valdelomar, maleable. Es materia que acoge a la mano. Se puede, como en el poema de Neruda, entrar en la madera. Es materia que aloja. Materia hospitalaria y familiar. Uno de los poemas más conocidos de Valdelomar, un poema amado y rescrito por Vallejo, comienza justamente con una referencia cruzada a la madera, a la intimidad familiar y a lo perimibile, es decir, a la muerte. Me refiero a “El hermano ausente en la cena de Pascua”, que comienza con el vero “La misma mesa antigua y holgada, de nogal”.
En relación con el mármol, frío y hostil a la mano, un material inorgánico y duro, la madera es vital (biótica, como se decía en las clase de ciencias naturales de séptimo). “La madera –leemos- es más blanda y más obediente que el mármol”. A diferencia del vidrio y del plástico, los materiales refractarios y desfondados que connotan nuestro momento tardío de la modernidad, la madera se deja modelar hasta el fondo. Según el texto de Valdelomar, la madera es el material que mejor expresa una concepción cristiana de arte. Ella, como el cuerpo, habrá de perecer y, a diferencia del mármol o del vidrio, exhibe esa propia condición perimible. Se moldea, sí, pero también se raja, se bicha, se pudre, se parasita, se disgrega, se descompone. Como el cuerpo del hombre, se enferma.
La ciudad de los enfermos es la ciudad de la cura. Allá, en lo alto, como en el sanatorio de La montaña mágica de Thomas Mann con el que es inevitable relacionar esta narración de Valdelomar, como en el Purgatorio dantesco. Quizá la expresión más efectiva del modo en que opera el Purgatorio en Dante sea la imagen de un fuego que no es ya el fuego tremendo del infierno que deforma a los condenados presos de sus vicios, sino el fuego que templa, el fuego que sutiliza. “Poi s`ascose nel fuoco che li affina”, escribe Dante en el cierre del canto XXVI del Purgatorio, dedicado a los lujuriosos, entre los que se destacan, como en el mundo decadente de Valdelomar, los poetas Guido Guinizzelli e “il miglior fabbro”, el provenzal Arnaut Daniel. El hombre se afina, se templa, se sutiliza, como el ebanista o e escultor barroco sutiliza la madera, la trabaja con su stilo. La imagen de la muerte es, en la obra de Gavilán, una imagen sutil y alargada hasta lo intolerable. Ella muestra hasta qué punto el barroco no debe ser confundido con la mera abundancia, sino, como ha insistido Maravall, con el llevar todo hasta el extremo. Ser delgado hasta lo horrendo también es una pose barroca.
Hay en el relato de Valdelomar una reflexión sutil acerca de la fenomenología de la enfermedad, de sus metáforas y de sus implicancias. En todo caso, estar enfermo, que como recuerda Unamuno por esos mismos años en Del sentimiento trágico de la vida, es prácticamente la condición natural del hombre e implica siempre otra cosa. Si todos somos en última instancia enfermos, estar enfermo nunca es la condición total y absoluta del hombre. La enfermedad deja, pues, un resto, y entra en serie con otros estados o con otras condiciones, como la lujuria, lo sacro, el arte o la melancolía.
En un momento de la estadía de Rossel en la ciudad enferma, se produce el casamiento de dos de los huéspedes: Armando y Margarita .La pareja -quizá por broma, quizá tan sólo por falta de imaginación- adopta los nombres de los célebres personaje de Dumas. En principio, ser tísico supone, en el relato, inscribirse en una tradición, una herencia literaria ya en estos años demasiado pesada, demasiado densa. La tradición del tísico romántico, del tísico decadente para el que la enfermedad entra en relación con las formas de construcción estética de sí. Una estilística de sí que desemboca, en este punto, en el esteticismo. Así, el tísico forma serie con el maldito o, más patéticamente, con el dandy. Es esa actitud manifiestamente esteticista lo que prevalece en un personaje crucial en el relato: Alphonsin, el exquisito embriagado por Baudelaire y por Verlaine que entrega su sangre en holocausto a la mujer que ama.
En la tipología de la enfermedad que enuncia el relato de Valdelomar, la contracara del enfermo dandy, de Alphonsin, es una tísica mística, Sor Luisa de la Purificación, la monja que vive apartada del resto de los enfermos. En su rostro brilla, sólo por un segundo, la serenidad que contrasta con las muecas sobreactuadas, con la enfermedad como máscara de los personajes festivos de la colonia y con la enfermedad tal como es padecida por los lujuriosos (el conde de Liniers, Evadí). En La ciudad de los tísicos, Sor Luisa de la Purificación es la que no sabe, la que opta por la mayor humildad y por la mayor de las sutilezas. Su vida transcurre “con menos sabiduría y con más serenidad que la doctora de Ávila, pero con más aire de flor que las flores mismas”. Por el contrario, en esta tipología Alphonsin es aquel que maneja el secreto de los códigos semióticos. Opera con el sentido a partir de operaciones binarias. Manos finas/manos regordetas; el círculo / el cuadrado; el amor / la muerte Por cierto, es un personaje que puede llegar a plantear algún tipo de comparación con las dos enormes figuras intelectuales de La montaña mágica de Mann, que comienza a escribirse en torno a 1914: el ilustrado y positivista Settembrini y el irracional Naphta, el judío que toma los hábitos jesuitas, el cristo-comunista apocalíptico y sarcástico. Sin embargo, a diferencia de los personajes de Mann, el Alphonsin de Valdelomar es alguien que crea. Es poeta que escribe versos con tinta roja, tinta que, asegura, no es sino la sangre de sus pulmones. Su poder no está tanto en la capacidad de transmitir un saber, de hacer pasar una experiencia de la enfermedad al joven Rosell, sino en la transformación del amor en enfermedad y de la enfermedad en arte. En La montaña mágica, Settembrini afirma que “toda enfermedad no es más que amor transformado”. Quizá habría que agregar a esta serie el arte y la poesía, parece advertir el escritor peruano.
En La ciudad de los tísicos el padecimiento se transforma en escritura. Acaso por eso, más que a los grandes personajes de La montaña mágica, Alphonsin se acerca con mejor suerte a uno de los más entrañables productos del imaginario manniano: el Hanno de Los Buddenbrook, la primera de las grandes novelas de Mann (1901). Hanno es, en efecto, el niño poeta, el niño músico, el raro tísico artista sin obra atraído hasta la muerte por la decadencia de su mundo, de su cultura y de su familia. En él, como en el Alphonsin del escritor peruano, la experiencia y el arte (la música, la poesía) entran en tensión. Hay, en todo caso, una experiencia, la experiencia de la muerte o la experiencia de la enfermedad, que se hace, en última instancia, intransmisible.
Con todo, la enfermedad y el arte, en este caso la poesía, son para Alphonsin formas del don. Dar la sangre en holocausto, dice Alphonsin. La enfermedad es lo que posibilita, en el caso de Rosell, dar las cartas que son el cuerpo central de este relato de Valdelomar. La lógica de la enfermedad es, en este caso, la lógica no del beneficio y de la mercancía, la lógica del perfume que transforma el cuerpo del otro femenino en otro deseable en el primer capítulo del relato, sino la lógica del don y de la gratuidad. La lógica que está en la base de una comunidad de amigos, de una comunidad de ausentes o, en el extremo, de una comunidad de muerte. Como el maná en los versos de Tasso, vertidos por el cuerpo que “d´immortal grazia abbonda”, la enfermedad se da en un acto gratuito. Como el amor y como la poesía, como los versos que Alphonsin escribe en un tono que recuerda a las alegorías medievales o la música triste de Verlaine y de Pascoli en el otro.
Lo que parece desprenderse de La ciudad de los tísicos es que la enfermedad no es carencia de obra, sino forma de afección corporal que pone al sujeto en estado de escritura: la poesía, en el trabajo de construcción esteticista de sí que lleva adelante Alphonsin; las cartas que van registrando el acercarse de la muerte, en el caso de Rosell. Son esas cartas donadas las que registran las muertes de los otros, quizá como una forma de anticipar la propia, la inescribible. Son esos trazos del enfermo lo único que queda, en definitiva, del mundo alucinado y melancólico de Rossel. Ese resto, esas cartas, es lo que llega hasta nosotros de (desde) La ciudad de los tísicos.

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sábado, 19 de diciembre de 2009

Alejandro Bekes / Algo más sobre traducción y tradición poéticas

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Me pedibus delectat claudere verba.
Horacio, Sátiras, II.I

Esta nota se propone ante todo comentar una ponencia de Jorge Aulicino, presentada en agosto del año pasado en un coloquio realizado en Chile, donde se contesta una hipótesis que Pablo Anadón expuso en su ensayo “Aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina” (Fénix, 20-21, pp. 11-34). Mi deseo de intervenir en este debate tiene varios motivos; el primero es que la traducción de poesía constituye una parte vital de mi existencia y casi un espejo donde se miran las muchas contradicciones que me conforman como escritor y como persona civil; el segundo, que el tema del que ha nacido el debate implica en realidad mucho más que una polémica sobre la traducción, pues lo que está en juego es nada menos que un concepto de la poesía; y el tercer motivo es que me parece saludable que en un país donde todos parecemos monologar sin atender a las razones del otro, haya quienes (como Anadón y Aulicino) se esfuercen por llegar a la escena del diálogo, con todas las precariedades que al principio puedan señalarse. Personalmente estoy convencido (por el ejemplo de Platón, probablemente) de que sólo en el diálogo se da de verdad el conocimiento. Diálogo real o virtual, poco importa. En nuestra actual condición de escritores y lectores, no hay modo de decir algo que valga la pena sino en cuanto lo dicho responde (con adhesión, con rechazo, con las reservas o con las diversidades de enfoques que se quiera) a lo puesto en el tablero por otros. Valga la imagen: no hay verdadero ajedrez si no hay dos jugadores, y la belleza de este antiguo juego depende de la destreza de ambos.
Sin duda, cuando se habla de poéticas, cada uno intenta fortalecer la que da sustento explícito o tácito a su propia manera de escribir y de concebir la poesía. Es natural que así sea. El aprendizaje que todo debate propone, sin embargo, es de índole ética, y consiste en admitir que puede haber otras maneras de pensar. Por básico que parezca, estamos lejos de haber alcanzado ese estado. Nuestro discurso es democrático (¡cómo no!) pero nuestra tolerancia se termina no bien aparece alguien que piensa diferente. Mejor dicho: no bien aparece alguien que piensa a partir de otros supuestos, de otras bases. Y como bien sabemos, el debate estético suele estar entre los más feroces, y parece a priori más fácil poner de acuerdo a un liberal con un conservador que a un romántico con un clásico. Es claro que entre políticos el debate ideológico suele encubrir otros intereses. Pero dejemos este sendero ya demasiado trillado. Lo que nos importa ahora es la poesía.
En síntesis, lo que planteaba Pablo Anadón en aquel ensayo y que produjo la réplica de Jorge Aulicino es lo que sigue. Desde la aparición de las vanguardias en la Argentina (en los años veinte) se fue imponiendo gradualmente un concepto de la traducción de poesía basado en la literalidad y en el desprecio u olvido de la musicalidad del poema original, es decir, de los componentes rítmicos y métricos que son parte de la tradición poética de cada lengua y de la forma propia del poema en cuestión. Borges, Bioy Casares, E. L. Revol y luego, de manera casi canónica, Alberto Girri, entre otros que publicaron inicialmente sus versiones en la revista Sur, fueron los impulsores de esta tendencia. (Su influencia fue mucho mayor que la de otros, como por ejemplo Raúl Gustavo Aguirre, que tradujo con brillantez y justeza a los simbolistas franceses sin dejar de lado el metro y la rima.) La lectura de aquellas versiones arrítmicas habría producido, según la hipótesis de Pablo, un concepto distorsionado de la poesía moderna en los lectores que se nutrían de ellas, sin tener a la vista el original. Pablo no indaga las razones de esta última carencia.
Jorge Aulicino, en su réplica, empieza por decir que esta observación del poeta cordobés representa una condena. “Anadón (dice Aulicino), pretendió demostrar que mi generación —que es apenas anterior a la de él mismo— había vivido equivocada respecto de ciertos aspectos de la lírica. Y no sólo eso: la poesía de mi generación, en la medida en que había hecho de aquella lírica su base y hasta su visión del mundo, estaba condenada. Se inferían tales apocalípticos extremos, aunque no se los decía.” Parece, en principio, un tanto terrible sentirse condenado por lo que alguien no ha dicho, sino que uno lo infiere de lo que ha dicho. Creo que alguien que mirara este debate desde afuera podría quedar un tanto perplejo por tal reacción. En el mundo conviven desde hace mucho diversas estéticas. La Argentina no es una excepción. Que alguien sustente una diversa de la propia no tiene por qué ser una condena. Parece haber aquí un problema de conciencia, que me parece muy significativo y sobre el que espero volver en lo que siga.
Enseguida Jorge esboza la tesis fuerte de su réplica. Su generación, dice, “se había inventado una lírica”, basada efectivamente en las traducciones de Auden, Eliot y Montale, y no en la escritura original de esos poetas. Y agrega: “Había creído en lo que traductores del fuste de Alberto Girri me habían presentado como poesía inglesa y norteamericana. Pero eso fue una decisión consciente...” Y más adelante, hablando de una actitud que, según él, es típica de los argentinos: “Desvergonzadamente, el argentino actúa como si todo lo conociera al dedillo, y lo que realmente conoce —y esto sí lo conoce muy bien— es el invento que él mismo se hizo de modas, ideas, poéticas, poesías y culturas.” Esto no sólo es admitir demasiado, sino que es como redoblar la apuesta. Alguien me señala lo que advierte como un error; yo esgrimo ese error como un modo de ser que no es sólo mío, sino de todo un país.
Acaso Jorge tenga bastante razón en cuanto a lo que él mismo llama “la desfachatez de los argentinos” en la apropiación de “modas, idiomas y hasta culturas enteras”. No obstante, creo que a esto podrían objetársele dos cosas; la primera, que una generalización de este orden es indemostrable, aunque intuitivamente la aceptemos. Es verdad que, a ojos de los provincianos, esta caracterización corresponde más bien a la imagen que tenemos de los porteños. Pero es obvio que Buenos Aires es la que marca el compás en la contradanza de la cultura argentina. Que alguien viva en Concordia o en Bahía Blanca no significa que posea necesariamente una formación distinta a la de un poeta nacido en Almagro, primero porque casi todos desean o parecerse a los porteños, creyendo que ellos son los que realmente están en la cosa, o bien diferenciarse de ellos, lo que es otro modo de reconocer su primacía; y segundo porque en cualquier lugar del país es más fácil acceder a Diario de Poesía que a la obra de los poetas locales. Esto tiene sus matices, es cierto; hay lugares donde grandes poetas han dejado su huella y en cierto modo ofrecen una alternativa al modelo imperante. Pero la influencia de éste es avasalladora; pensemos que la mayor parte de los medios de alcance nacional (entre otros, el suplemento Ñ de Clarín, del que Jorge es columnista) están en manos de escritores vinculados de un modo o de otro a la estética que Diario de Poesía viene representando desde hace décadas. En síntesis, como se ve, yo mismo estoy rebatiendo mi primera objeción, y en términos generales le doy la razón a Jorge, con las reservas del caso.
La segunda objeción a su tesis es que el carácter masivo de una actitud no la justifica. Que los argentinos seamos desfachatados (admitiendo, y es mucho admitir, que todos seamos así) no quiere decir que esto sea una virtud. También podría decirse, si nos atenemos a los resultados electorales, que todos los argentinos somos peronistas —y es lo que decía Perón, justamente. Pero dejemos esto de lado por el momento.
Jorge dice ahora: “Desvergonzadamente, los argentinos filtran, trasplantan, pero, además, lo hacen siempre a una tierra de base, a un humus, que es el de su propio idioma, un idioma fantaseado en la orilla del Plata. Un idioma que no es el español de España, y tampoco exactamente el de otros países de lengua castellana.” Tengo que señalar aquí algo que considero un error de base. Considero que esta afirmación parte de un concepto equivocado de lo que es un idioma. Es obvio que el castellano que se habla en la Argentina no es el de España, el de México o el de Chile. Más todavía: el castellano que se habla en Buenos Aires tiene diferencias importantes (léxicas, fonéticas y hasta sintácticas) con el que se habla en Corrientes, Salta o Mendoza. Esto no se debe a la desfachatez de los argentinos, sino a la naturaleza misma de las lenguas, que tienden siempre a la diversidad. El inglés de Irlanda o de Australia no es el de Londres, y el inglés de Oxford no se ha de parecer mucho al cockney. Se trata de un fenómeno universal, perfectamente estudiado desde hace mucho por lingüistas que, como William Labov y otros, mostraron con claridad que hablar diferente no significa hablar peor, y que el inglés de los negros de Harlem es distinto, pero no inferior, al que hablan las clases altas de Nueva York. En síntesis, la observación de que los argentinos hablamos un idioma fantaseado a orillas del Plata suena muy alegre y romántica, pero no es un rasgo que nos distinga. En esto, como en tantas otras cosas, somos como todo el mundo. También en lo que respecta a trasvasar las culturas foráneas al humus cultural propio. Es lo que han hecho todos los pueblos de la tierra, siempre. Quizá pudiera admitirse, sí, y no sin algunas reservas, que Buenos Aires tiene una tendencia cosmopolita, un apetito de novedades extranjeras, superior en promedio al de otras grandes capitales. Esto ha sido así desde los tiempos iniciales de Esteban Echeverría, y mucho lo reforzaron los modernistas (Darío y Lugones sobre todo) para no hablar de la vanguardia de los años 20 y de todos los que vinieron después. Lo de las reservas apunta a que esta situación pudo ser exclusiva de Buenos Aires en otros tiempos; hoy, me parece, ya es un hecho “global”. Sin embargo, como sabe cualquiera que haya prestado atención a lo que se habla en la calle, la idiosincrasia de un pueblo, la raíz ancestral, es lo bastante fuerte para resistir a las novedades. Frente a los alarmistas que creen que el castellano corre peligro por la influencia del inglés, hay que decir que ningún pueblo ha perdido jamás su cultura por culpa de los extranjeros, excepto en el caso de la conquista armada, al estilo del Imperio Romano o del Imperio Español.
A propósito de los españoles, cabe recordar aquí la tesis que expuso Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la pampa. El ensayista señalaba ya entonces que hay en nuestras tierras un cierto rencor contra lo español, un deseo manifiesto de diferenciarse de los peninsulares. Y que este rencor se expresa ante todo en el idioma. Los estadistas que inventaron la Argentina (para usar la provocativa expresión de Nicolás Shumway) solían pensar que nuestra herencia hispánica era un lastre, y favorecieron la inmigración y un modelo educativo inspirado en el de Estados Unidos, para contrarrestarla. Creo que en esto fracasaron, aunque la superabundancia de apellidos no hispánicos haga pensar que la Argentina es un país híbrido. Ya Leopoldo Marechal, de quien no se puede sospechar que no fuese nacionalista, escribió que no fueron los inmigrantes los que corrompieron a la Argentina, sino que fue la Argentina la que corrompió a los inmigrantes.
Vayamos a otro argumento. Señala Aulicino que es absurdo pensar que los poetas de su generación se nutrieron de traducciones porque ignoraban la lengua del original. (Conste que Anadón no ha dicho ni sugerido esto en su ensayo.) Si pensamos que el grueso de esas traducciones provenía y proviene del inglés, y que el inglés es hoy lengua franca en todo el mundo, parecería que tiene plena razón. Sería muy extraño que un escritor que admira a Pound y a Eliot no se tomase el trabajo, no demasiado arduo, de estudiar inglés para poder leer el texto original. Pero también aquí cabe hacer una precisión. El inglés que se enseña en las academias no es el inglés de la poesía. Creo que hay en la Argentina miles de personas que pueden sostener una conversación fluida en inglés, pero creo que pocas de ellas podrían leer con algún provecho The waste land. Jorge con hidalguía confiesa que no puede mantener esa conversación fluida en inglés; yo confieso que tampoco puedo. Para traducir del inglés (he traducido a Auden y a Shakespeare, e hice algún intento con Keats) debo recurrir bastante seguido al diccionario. Pero me parece un tanto ingenuo pensar que para hacer algo digno en materia de traducción poética haya que tener un diploma o saber charlar en la lengua fuente. No porque estas cosas no ayuden, sino porque el lenguaje de la poesía es siempre muy diferente del lenguaje de la calle. Siempre. Recuerdo que cierta vez, al leer una versión castellana de los Two English Poems de Borges, sentí que yo podía hacer una mejor. Pensé, sin vanagloria: “Sin duda yo sé menos inglés que este traductor, pero sé más Borges.” Hay más. Es una generalización algo sofística hablar del inglés o del italiano como si fuesen sustancias homogéneas. Cada idioma es un conglomerado de dialectos que se entrecruzan e interfieren, sin que ninguno pueda arrogarse la primacía, a no ser por razones de orden político y de política cultural. Ya señaló hace mucho Weinrich, con amargo humorismo, que una lengua es un dialecto con apoyo del Ejército. La noción lingüística de “dialecto” es válida a fortiori para el lenguaje literario, que tiene su propia tradición (o sus propias tradiciones) y que en cualquier época presenta complejidades y artificios que el hablante nativo percibe como distintos del uso coloquial. Y no es esto un rasgo elitista de la poesía; el Martín Fierro es un poema de honda raíz popular; pero basta escuchar dos versos para saber que son versos y no parte de una charla común, lo que demuestra que hay algo en su lenguaje que lo distingue de ésta. En síntesis: es deseable que el traductor de poesía conozca bien la lengua fuente, y es de suponer que su traducción se afinará en la medida en que ese conocimiento sea más profundo. Pero tan importante como eso, para el éxito de su labor, o para que el fracaso de su labor no sea tan estrepitoso, es que conozca la tradición poética de que el autor fuente se ha nutrido, y la tradición poética, o alguna tradición poética, de su propia lengua. Esto es lo que señalaba Borges en su magnífico ensayo “Los traductores de las Mil y Una Noches”: más que los propósitos y las teorías del traductor, importan sus propios hábitos estilísticos. Si el traductor es un mal escritor, si está lleno de vicios de estilo, será difícil que logre algo decente, aunque conozca muy bien la lengua del original y aunque posea un firme andamiaje teórico. Los ejemplos, no hace falta decirlo, abundan hasta el escándalo.
Vayamos ahora a la segunda parte de la tesis de Jorge Aulicino. La sintetizo de este modo. Una traducción de poesía puede ser legítima, dice, aun cuando no intente reproducir los recursos métricos del original, siempre que reproduzca las ideas y las imágenes de ese texto; y esto se debe a que lo esencial en la poesía radica en el pensamiento y en las imágenes, mientras que el metro y la rima, cuando existen, son como sobreañadidos que sólo se toleran si brotan con naturalidad, pero que de hecho no agregan nada de esencial al poema. Por otra parte, y ampliando lo anterior, el idioma de un texto no es esencial a ese texto. Lo ilustra con una hipótesis que él mismo califica como “brutal”: dice que si Alemania hubiese sido esencialmente católica, la Divina Comedia podría haber sido escrita en alemán.
Disiento profundamente, pero me parece importante que Jorge (a quien veo como un representante lúcido de la estética que hoy es dominante en la poesía argentina) haga de tal modo explícito su punto de vista. Dejemos de lado el hecho de que Alemania, en el siglo XIV, era todavía “católica”. Sería capcioso subrayar esto, porque lo que cuenta aquí no es el credo religioso sino el ya citado “humus” cultural. Pero la hipótesis resulta realmente brutal porque para que Alemania hubiese producido la Divina Comedia tendría que haber dejado de ser Alemania y transformarse en Italia. Esto, a mi juicio, es completamente obvio. Pero creo entender a qué apunta Jorge; creo que Jorge apunta a que el idioma poético que empleó Dante es inesencial, que lo que importa son las imágenes y las ideas que el poema de Dante transmite, no la sustancia idiomática de sus versos. Según esto, el poema sería absolutamente traducible, y no habría una diferencia cualitativa entre el original y una “buena” traducción. (Explicar las comillas merecería otro ensayo, un poco más largo que éste.)
Mi disenso tiene sus fundamentos teóricos, pero no voy a exponerlos por no ser prolijo. Daré en cambio un ejemplo. En el Canto III del Inferno, Caronte le dice a Dante: E tu che se’ costí, anima viva, / Pàrtiti da cotesti che son morti. Hagamos la prueba de traducir esto al castellano, palabra por palabra; lo que nos quedará es lo que sigue (respetando el número de sílabas e incluso lo fundamental de los acentos): “Y tú que estás ahí, alma viviente, / Apártate de éstos, que están muertos.” La traducción es literal, como se ve; pero la poesía del texto ha desaparecido, del mismo modo que desaparece la magia de la Noche de Reyes cuando descubrimos que en realidad los Reyes son los padres. Vale decir: despojado de su sustancia sonora, el pensamiento deviene algo absolutamente chato, prosaico, trivial. No dice más que lo que literalmente dice. En cambio, el verso escrito efectivamente por Dante nos sumerge en las tinieblas infernales sin que sepamos cómo, nos hace sentir la dureza implacable de Caronte, la amargura definitiva de la muerte, el horror de las tinieblas sin fin. A esto, a esa magia intraducible, a ese golpe directo al corazón, es a lo que yo llamo poesía. ¿Hace falta otro ejemplo? Lo daré: en el Canto V, Francesca da Rimini relata el inicio de sus amores adúlteros con Paolo Malatesta, y entonces dice: Questi, che mai da me non fia diviso / La bocca mi baciò tutto tremante. Umberto Saba ha dicho que el segundo de estos versos es el más ardiente y hermoso verso de amor jamás escrito. Pruebe el lector a traducirlo, a ver qué pasa. Yo, por respeto a Dante, me abstendré.
Dicen que un día el pintor Dégas le dijo a su amigo Stéphane Mallarmé que había empezado a escribir versos, y que no le faltaban ideas. Mallarmé le respondió: “Amigo mío, los versos no se hacen con ideas, sino con palabras.” Y desde luego, esas palabras fatalmente son palabras de alguna lengua, y una lengua es siempre una tradición milenaria, que lleva implícito un determinado modo de recortar la materia pensable del mundo, o lo que los semiólogos llaman “el espacio semántico global”. Walter Benjamin, en un texto canónico para los traductores, dijo que la palabra alemana Brot y la francesa pain sólo pueden significar lo mismo en un plano denotativo y superficial. No son realmente equivalentes, aunque ambas puedan usarse para pedir pan en la mesa, y menos equivalentes aun serán en el uso poético, donde lo esencial suelen ser las connotaciones.
Si tomamos esto como base, tendremos que admitir que la traducción de poesía es simplemente imposible. Yo creo que en general así es, pese a que me dedico con entusiasmo a traducir poesía. Menos extremista sería decir (me lo señalaba hace poco Ricardo Herrera) que la traducción de poesía es una ilusión. Con todo, no creo que se trate necesariamente de un fraude, aunque a veces o a menudo lo haya. Creo que la traducción es un mal necesario. Para hacer accesibles las obras de otra lengua, no hay más remedio que traducirlas. Lo ingenuo es pensar que el traspaso pueda hacerse sin profundas alteraciones en la sustancia semántica del texto, para no hablar de sus aspectos “musicales”. Por supuesto, la gama de traducciones es infinita, de las muy buenas a las muy malas hay mucho por andar, y no todos los poetas y no todos los poemas son igualmente reacios a la versión. Estoy dispuesto a admitir que aun en el propio poema dantesco hay pasajes que pueden verterse sin tanta pérdida; el verso inicial, por ejemplo, se deja medir muy bien en nuestra lengua, y Rubén Darío lo tradujo con toda naturalidad al comienzo de un poema propio. Lo que dejo dicho, pues, es un tanto parcial, pero me parece importante tenerlo en cuenta como supuesto básico. O sea: traducir la poesía es en principio utópico (el adjetivo es de Ortega y Gasset), pero siempre habrá zonas más accesibles que otras y a veces puede suceder incluso que el traductor mejore el original. Si digo que una vez (una sola vez) Astrana Marín mejoró a Shakespeare, el lector se indignará conmigo, pero puedo presentar el testimonio, si me lo requieren.
Desde luego, hay versiones métricas buenas, medianas, malas y muy malas, y versiones arrítmicas generalmente muy malas, pero a veces aceptables o incluso excelentes. Hay además soluciones intermedias, como la que emplea Wilcock en su magnífica versión de los Four Quartets de Eliot, y que consiste en un verso fluctuante pero basado en los módulos tradicionales del castellano (eneasílabo, endecasílabo, alejandrino).
Me queda por analizar lo que Jorge dice sobre la métrica y, más en general, sobre la así llamada “música” de la poesía. Citaré por extenso el fragmento, para evitar cualquier inadvertencia o sesgo. Jorge viene hablando de su propia experiencia como traductor:

He traducido antes que nada las ideas que percibía, o creía percibir, las imágenes que veía o creía ver, porque la poesía es esencialmente ese fenómeno que llamamos imagen y, algo menos, la artificiosidad de las rimas regulares. Podría sostener algo más: las rimas regulares casi parecen un juego deleitoso al que los poetas se entregan con justo placer, con justa vanagloria, cuando perciben —pero solo cuando perciben— que en su idioma natal, sin traicionar ni un poco la idea, las rimas van brotando —diría Martín Fierro— como agua de manantial. Son entonces casi un golpe de costado, un cachetazo de más, con las puntas de los dedos, y no hacen, no cambian, no agregan sino eso, ese toque de diestro en la arena —incluso, hasta parodian la perfección—. Y esto sucede nada más que cuando la idea es maravillosa, y tan trabada que ni el peor traductor puede destruirla. Si no es así, la habilidad con la rima no produce nada esencial.
Y aquí vamos al tercer punto que quería señalar: la llamada música de la poesía es —para decirlo parafraseado a un poeta chileno que quiero homenajear en este momento como agradecimiento a Chile, Enrique Lihn— musiquilla de las pobres esferas. De las pequeñas esferas del poema. No son ellas las que recortan el silencio; eso lo hace la gran esfera del sentido o del sin sentido del poema. Porque el poema es aquello que del silencio se recorta y que, en esa misma operación, da la dimensión de lo no dicho. Los cascabeles de las rimas mal se prestan a cumplir esta función, que en cambio cumplen las estructuras significativas del poema.

Estoy absolutamente de acuerdo en que la rima, cuando existe, debe ser o parecer natural. Por supuesto que una rima forzada es algo insoportable, salvo como efecto humorístico. Por supuesto, también, que la rima es un recurso más, entre muchos otros. A veces, la asonancia es más sugestiva; a veces, lo es la aliteración, o bien el hipérbaton. Muy a menudo es todo eso junto, de manera perfectamente indisociable. Pero no puedo estar de acuerdo con que la música de la poesía sea “una musiquilla de pobres esferas”, al menos en el sentido que aquí se le da (no conozco el contexto original de la frase de Lihn). Es obvio que se escucha tal musiquilla en ciertas producciones de talleres literarios o de poetastros folklóricos. Pues los recursos no son en sí mismo virtudes ni defectos. Como todos sabemos, los poemas rimados de César Vallejo no son superiores ni inferiores a los poemas sin rima del mismo estupendo poeta. Diría sin miedo a equivocarme que cada poema se presenta en el espíritu de su autor como una forma que hay que desnudar, más o menos como Miguel Ángel decía que para hacer una escultura hay que tomar el bloque de mármol y quitarle lo que sobra. En esto radica el arte: en manejar el artificio sin que lo parezca, en llevar el artificio hasta ese punto en que todo parece natural y espontáneo. Pero que parezca espontáneo no significa que el poeta no haya trabajado su verso hasta la exasperación y hasta la extenuación, y sobre todo no significa que no haya realmente artificio. Con sabiduría decían los antiguos: Summa ars celavit artem, la cima del arte es ocultar el arte.
Paul Verlaine escribió, hacia 1884, estos versos (el primero y el último de un poema) donde parece sintetizarse su estética: De la musique avant toute chose... Et tout le reste est littérature. Pero esta “música” de la poesía, tan mal comprendida por lo general, no es solamente una distribución deliberada de ciertos sonidos y una recurrencia de ciertos acentos rítmicos; es sobre todo un movimiento por el cual la palabra deja de ser meramente concepto y se remonta a su fuente, parte en busca de su origen mítico. De tal movimiento depende el valor estético del verso, lo que lo distingue de la mera prosa. Por encima del asunto o de los pensamientos que en él aparezcan, y que constituyen sólo una parte de su materia prima, el poema quiere alcanzar o al menos vislumbrar una idea (en el sentido platónico de la palabra), y tal vislumbre no podría alcanzarse con un ritmo diferente o con otra constelación de palabras. Admito de buen grado que apenas si estoy resumiendo El arco y la lira.
La última parte de la exposición de Jorge Aulicino concierne a la recepción de la traducción de poesía. Dice allí que “los argentinos hemos leído las personales traducciones de Girri como una revancha contra el idioma central”. Por lo que dejé expuesto más arriba, no hay tal “idioma central”; el castellano que se habla en Madrid no posee privilegio alguno sobre otros. Somos nosotros los que a menudo se lo otorgamos, y la verdad es que los propios españoles, o al menos los más lúcidos de entre los españoles, están lejos de arrogarse tal privilegio. Ningún español medianamente culto pensará hoy que Borges, Cortázar, García Márquez, Rulfo u Octavio Paz hayan tenido algún problema con el idioma, o que padezcan alguna desventaja por expresarse en una lengua que tiene matices argentinos, colombianos o mexicanos. Pero sigue diciendo Jorge:

Girri tradujo con ahínco, pero de manera expropiatoria, a los autores norteamericanos e ingleses. Los ajustó, de alguna manera, a las necesidades de su poesía y de la poesía local. Los usó como cimientos de su poética y de buena parte de la poética argentina. Fue una operación en la que utilizó la poesía de una metrópolis contra la de otra: la poesía de habla inglesa, pasada por su filtro, contra la poesía tradicionalista española. Y con ello construyó en gran parte el fantasma argentino de la poesía en lengua inglesa, así como Quevedo construyó el fantasma español de Marcial.

Todo esto parece aceptable (aunque advierto que Jorge y Pablo disienten acerca del valor poético de las versiones de Girri), menos la comparación final. Quevedo no construyó ningún fantasma. Quevedo se apropió de Marcial, pero también de Petrarca, de Horacio, de Virgilio, de Lucano, de Persio, de Juvenal, de Propercio, de Anacreonte, de Epicuro, de Séneca, de Tito Livio..., y con la materia prima que esos poetas y prosistas le brindaban produjo una de las más pasmosas y originales obras literarias escritas en castellano. Atiéndase a lo que apunto. Es cierto que todo poeta traductor traduce para llevar agua a su molino. Lo que cuenta es ver qué hizo con ello. Virgilio se apropió de muchos textos anteriores, griegos y latinos, y a veces tradujo a la letra versos de Homero o de Hesíodo; pero los hizo suyos, los rehizo, les dio un sentido nuevo y al menos tan pleno como el que tenían en su lengua y en su contexto original. Que Girri haya traducido apropiándose, o como quiere Jorge, “expropiando” (dejemos para otro momento la discusión de estos términos), no es en sí algo nuevo ni sorprendente. En realidad, no hay traducción poética importante sin un gesto casi violento, y George Steiner lo ha mostrado de manera cabal en su gran libro Después de Babel. Lo que sucede aquí (y es lo que señalaba Pablo Anadón en su ensayo) es que muchos de nuestros poetas se han nutrido de esas versiones (más allá de su valor intrínseco), olvidando que eran versiones; y esto no quiere decir necesariamente que fueran ignorantes. Muchos, al menos, olvidaron que eran versiones porque querían olvidarlo, porque esas versiones les parecían más acordes con su modo de entender la poesía que los textos medidos y a veces rimados de Eliot, de Auden, de Montale, etc. Fue, como dice Jorge, una asunción deliberada. Y no creo que haya sido una “revancha contra el idioma central”, sino un rechazo por la tradición poética más venerable de la lengua castellana, tradición que a mi parecer fue desdeñada en bloque por esta generación de poetas, sin que se salvaran de la exclusión los autores españoles del 98 y del 27, ni tampoco los modernistas y sus sucesores, y en general todo lo que supiera a poesía castellana, en el sentido más tradicional del término. Se trataba, en definitiva, de inventarse una nueva manera de entender la palabra “poesía”, y los poetas ingleses y norteamericanos sirvieron para dar autoridad a ese invento. Autoridad fantástica, como el propio Jorge lo admite, o creo que lo admite; pero había que agarrarse de algo. La pregunta que me cabe, y que he estado preparando largamente en lo que llevo dicho, es más o menos ésta. ¿A qué se debía (a qué se debe) ese rechazo, casi diría ese rencor contra la tradición poética más importante del idioma que hablamos, contra una tradición que se fija en el Renacimiento y que desde entonces, sin duda renovándose y transformándose, no ha cesado nunca de producir obras maestras? ¿Por qué un poeta habría de sentir indiferencia o incluso aborrecimiento por lo que notables y aun enormes poetas han escrito en el pasado de su propia lengua? ¿Qué clase de prejuicio podría llevar a alguien a creer que Rubén Darío o J. R. Jiménez son radicalmente inferiores a T. S. Eliot o a W. B. Yeats? ¿Acaso un poeta norteamericano de hoy, para no ser acusado de tradicionalista o de cualquier otra arbitrariedad, debería demostrar que niega en bloque la tradición poética inglesa, desde Chaucer hasta W. H. Auden? ¿Sería un mérito, para un poeta de esa lengua, alardear de que ignora lo que es un pentámetro yámbico, porque él sólo ha leído traducciones inglesas de autores españoles o argentinos...? ¿No será, entonces, que hay entre nosotros una fascinación previa por todo lo que procede de la cultura hoy dominante en el mundo, un deseo más o menos claro de estar al tanto de lo que sucede en las altas (y no en las pobres) esferas, aun si esta ansiedad por no perdernos nada de lo último nos roba el tiempo interior necesario para sentir la severa profundidad de un Luis Cernuda o la desolada belleza de un Enrique Banchs? Tal vez exagero, o hago una generalización demasiado sumaria; pero es lo que puedo percibir en algunos colegas de mi propia generación y de la anterior a la mía; es, me parece, lo que hoy se suele dar por supuesto en el ámbito de la poesía argentina.
Cierta vez hablaba yo con un amigo, a quien considero un muy buen poeta, acerca de estas cosas. Le dije, sin faltar a la verdad, que Rubén Darío había sido uno de los maestros de mi adolescencia, uno de los que más cosas me habían enseñado sobre el arte de escribir versos. (Por supuesto, Rubén Darío no tiene la culpa de mis versos.) Mi amigo me respondió que en su adolescencia había leído a Ezra Pound y a Wallace Stevens y a W. Carlos Williams, y que por nada del mundo se le hubiera ocurrido leer a Rubén Darío. Por supuesto, los había leído en traducción... Sentí debajo de su declaración un profundo rencor. Sospeché, sospecho, que los profesores de literatura del colegio secundario pudieron tener algo que ver con el origen de ese rencor. Pero tal vez haya una causa más profunda.
A lo largo de milenios, la poesía fue un lenguaje enraizado en la visión mítica de la naturaleza y de sus ciclos; por eso mismo, fue un lenguaje centrado en el ritmo y aliado a la música. Lo sigue siendo en el cancionero popular, que sigue usando la rima y una métrica basada en los acentos, ya que no en un estricto recuento silábico. Lo que demuestra, de paso, la vitalidad de esta tradición en aquellos poetas (menores o no tanto: pensemos en un Silvio Rodríguez) que buscan una comunicación directa con su público. En una de sus sátiras, Horacio dice que a unos les gusta la danza, a otros los caballos, a otros el pugilato, y que a él le deleita “encerrar en pies métricos las palabras” (me pedibus delectat claudere verba), vale decir, escribir poesía. El ritmo no es un sobreañadido a la expresión poética: es su raíz y su esencia. Alguna forma de ritmo. Diversas tradiciones han buscado ese ritmo en diversas disposiciones verbales: la alternancia de sílabas largas y breves y los pies métricos de la poesía grecolatina, la aliteración de la germánica, el recuento silábico de la japonesa, los acentos y rimas de la poesía románica medieval. Desde fines del siglo XIX, como todos sabemos, poetas como Walt Whitman y Paul Claudel optaron por el verso libre. Claudel, que no sólo lo escribió sino que teorizó sobre esa forma, se cuidó de aclarar que no pretendía con ello anular la tradición de la métrica francesa, sino ampliarla, enriquecerla con otra posibilidad. Por otra parte, desde su inicio, el verso libre se plantea como un problema, que es el de seguir siendo verso, el de no caer en la prosa. Creo que nadie discute la legitimidad del verso libre; lo que está en discusión es si el poeta que lo usa es consciente de lo que deja de usar, vale decir, si sabe por qué recurre a esa forma, o si no dispone de otra. Y si esa forma a la que recurre es realmente verso y no prosa cortada por cualquier parte. Es aquí, me parece, donde una formación literaria basada sobre todo en traducciones arrítmicas tiene su papel. Esta es la llaga, creo yo, donde Pablo Anadón ha puesto su dedo.
Como en todo lo que atañe al arte, hay aquí de una cuestión de conciencia. Una cosa es rechazar, como lo hicieron Monet o Van Gogh, los preceptos de las academias por sentirlos estrechos; y otra, muy distinta, es desconocer que existen esos preceptos y que tienen su razón de ser, aunque por algún buen motivo se los deje de lado. Borges señalaba que rechazar la medida y la rima fue un acierto para Whitman, pero hubiera sido un error para Victor Hugo. Pero el rechazo y la aceptación de uno y de otro fueron plenamente conscientes. Cada poema busca su forma, y no puede haber formas buenas o malas a priori. Existen bellísimos sonetos y bellísimos poemas en verso libre; existen pésimos sonetos y pésimos poemas en verso libre. Pido perdón por enunciar cosas obvias; pero de cuando en cuando hay que recordar lo que no deberíamos perder de vista.
A lo largo de la historia, las culturas urbanas han producido prosa; la poesía, en esas culturas, casi siempre fue quedando relegada como cosa del pasado. La prosa, como forma discursiva, no es menos artificial que el verso, y a menudo lo es en un grado aun mayor, como lo han mostrado Halliday y otros. La prosa se sitúa a veces más lejos del habla coloquial que las formas del verso. La prosa está invariablemente ligada a la escritura y a la lectura, mientras que la poesía pertenece inicialmente al ámbito de lo oral. La poesía, con sus peculiares cualidades rítmicas e imaginativas, con el hechizo cautivante de lo que Verlaine llamaba metafóricamente su música, evoca los grandes ciclos de la vida y la muerte, las revoluciones planetarias, la vuelta de las estaciones. Es lógico que no se sienta representado por ella un sujeto urbano, que no tiene conciencia de las fases de la luna ni de la puesta del sol, que tal vez no aprendió a mirar un árbol ni a percibir en los pájaros o en las nubes los signos del tiempo y de los tiempos, que no puede ya descifrar los profundos mensajes del agua o del viento, que ha perdido la intuitiva e ingenua ligazón con el Todo. Me pregunto (no pretendo saberlo) si el rechazo por las formas tradicionales de la poesía, tan general en los poetas argentinos de los sesenta en adelante, no es en el fondo un rechazo por la poesía en sí, o al menos, por lo que la poesía ha sido a lo largo de milenios. Rechazo inconsciente, quizá, y oscuro, de profundas e indiscernibles raíces existenciales. Rechazo de lo mágico y de lo mítico, por afán de racionalidad o por desplante, por odio a lo que no podemos entender ni cuantificar, por sospecha de que lo mágico encubra a la larga alguna forma de opresión. Aunque por desgracia sabemos bien que lo que se supone racional o científico sirve a la opresión tan eficazmente como lo mítico, y quizá aun más. (Más, porque sin dejar de ser mítico se exhibe como científico y racional). Si ésta es la clave, no creo que pueda remediarse la situación a fuerza de talleres de métrica. El poeta genuino no cuenta las sílabas con los dedos. El metro forma parte de su pensamiento poético, como la alternancia de las brazadas es parte de la natación. El ritmo del poema es también la posibilidad de acceso (la única posibilidad de acceso) a lo propiamente lírico. En cuanto los poetas prefieren la ironía y el desdén, en cuanto les resulta imperioso mostrar que están de vuelta de todo, excluyen tácita o explícitamente esa dimensión de la experiencia humana. Quizá es por eso que algunos niegan la tradición milenaria de la poesía, y buscan otra cosa, que también recibe el nombre de poesía, pero que acaso no tenga afinidad con la primera. No obstante, el espíritu sopla donde quiere, y a todos nos aguarda en los intersticios la belleza, así como el mal gusto y el error estético.
Como dije al comienzo, es mucho lo que está en juego en este debate. Celebro que un poeta como Jorge Aulicino siente su posición, pues con ello admite que existe otra y da lugar a que todos reflexionemos. A mi juicio, no se trata de condenar a nadie, ni siquiera de condenar una determinada estética. Se trata de comprender, en la medida de lo posible, lo que cada uno entiende por poesía, y ver si a pesar de la distancia podemos dialogar y compartir lo que a cada uno la Triple Diosa haya tenido a bien revelarle. Creo que en su regazo hay lugar para toda clase de poetas y tal vez, quién sabe, para algunos traductores.

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