domingo, 15 de agosto de 2010

Alfonso Berardinelli / La herencia latina


[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]


Nací en Roma, y tal circunstancia hasta este momento nunca me había parecido muy notable. Pero ahora me encuentro en Ciudad de México, participando de un simposio sobre “Latinidad en la poesía”, y yo mismo percibo esta situación como bastante extravagante, casi embarazosa.
Se me ocurre pensar que alguien, al escuchar que nací en Roma, podría, distraídamente, considerarme capaz de leer con suma facilidad a los poetas latinos, a los más famosos como Virgilio, pero también a los más difíciles, como Persio. Obviamente, no es así. Más que leer, cuando abro las páginas de un poeta latino que no he estudiado anteriormente, tengo que esforzarme en descifrar, en traducir mentalmente. Y, en su conjunto, mi familiaridad con la literatura latina es escasa. Como no soy un estudioso especializado, abordaré el tema de este a partir de mi experiencia, para ofrecerles sólo algunas reflexiones ocasionales y personales, disculpándome con antelación por el carácter muy sujetivo, quizás arbitrario, de lo que voy a decir.
Mi cultura literaria pertenece esencialmente al siglo XX: no solamente porque me dedico a dictar clases de literatura italiana contemporánea, sino también porque desde hace un tiempo, casi un siglo, la cultura literaria de la mayoría de los escritores y de los críticos no se sostiene más sobre los modelos clásicos; al contrario, se sostiene (si fuera posible sostenerse sobre una materia fluida y en movimiento) sobre la negación moderna de los modelos tradicionales o sobre nuevos modelos que la modernidad propuso. En Italia, la última vez que los clásicos latinos constituyeron la base sólida de la cultura poética fue con Carducci y con Pascoli (ya menos con D´Annunzio, cuya cultura preponderante era francesa) al fin del siglo pasado [XIX]. Para ese que fue, al menos en relación con la poesía, el país-guía en Occidente durante aproximadamente un siglo, desde Baudelarie hasta los surrealistas, la ruptura con los modelos clásicos se había realizado antes del comienzo del siglo XX y había sido neta. Baudelaire conocía muy bien el lenguaje poético latino: podía componer (desde los años de colegio) versos en latín, y en su poesía se observa siempre una presencia muy fuerte de la construcción sintáctica, de la regularidad métrica y de los efectos retóricos. Pero en el siglo XX la latinidad, entendida como influencia, también indirecta, de los modelos antiguos, desaparece. El escritor francés Julien Gracq, a comienzos de la década del ´60, en un ensayo titulado Pourquoi la littérature respire mal [Por qué la literatura respira mal], trataba un problema según él tan esencial como normalmente descuidado por la crítica: el problema de cuál es la “base de cultura donde crecen y se alimentan las obras de nuestro tiempo”:

En el caso de los autores clásicos, sabemos perfectamente que esta base es la literatura latina, son las Sagradas Escrituras, menos frecuentemente la literatura griega. Si agregamos, con un rol menos importante, algunos autores de teatro españoles y algunos poetas italianos, tendremos la base común de la que se alimentan, de manera aproximada, tanto Ronsard como Racine, tanto Montaigne como Voltaire, y también Chateaubriand y Pascal… Ahora, nada parecido encontramos en la cultura común de la mayoría de los autores actuales… Vivimos todavía en la convicción , alimentada por los programas universitarios y por los índices de los manuales, que nuestra cultura crece siempre a partir de aquella raíz, muy larga y al mismo tiempo muy angosta, que se sumerge en tres mil años de tradición grecorromana hasta llegara a la edad de Homero… Existieron en todos los tiempos en Francia escritores que no conocían la cultura latina; sin embargo, prácticamente nunca se ha tratado de poetas: ahora, el grupo surrealista, nacido después de 1920, es sin dudas la primera escuela en Francia donde la mayoría de los poetas nunca aprendió ni una palabra de latín.

[...]

Por lo tanto, el surrealismo, con su teoría del “automatismo de la escritura”, transformó profundamente no solamente la idea de poesía, de texto poético, sino especialmente la forma de trabajar de los poetas: desestimó las reglas métricas, los aparatos retóricos, la idea misma de unidad y “organicidad” del texto poético, que es la base de de muchas teorías estéticas también del siglo XX. Esta revolución permanente, que se movió con largas oleadas, quizás paulatinamente más frías, llegó hasta la mitad de los años ´60: hasta los autores de Tel Quel, hasta Paul Celan y Allen Ginsberg (tres casos muy distintos en tres áreas culturales igualmente distintas). Junto con algunos escritores como Eliot, Maiakovski y Brecht, el surrealismo ha sido el movimiento y la ideología literaria más influyente sobre la poesía del siglo XX, especialmente en el área neo-latina. El hecho de que, como afirma Julien Gracq, los surrealistas no conocieran el latín es sólo una forma para decir que, bajo el efecto de su revolución, los poetas latinos como modelos y toda la poética clasicista desde Horacio hasta Boileau perdieron valor e importancia en la formación de cualquier poeta o aprendiz de poeta.
Cuando pensé por primera vez que deseaba escribir, era un estudiante de colegio secundario. Recuerdo todavía las primeras lecturas de Virgilio en el texto original, en latín. Aquella experiencia escolar se mezclaba con algo más. A los quince o dieciséis años no nos puede gustar Virgilio. No es primitivo ni rico en aventuras como Homero, ni apasionadamente sincero, “tierno y violento”, como Catulo. Es demasiado maduro, demasiado controlado y misterioso.
La Eneida es un ejemplo de épica crepuscular y moralizada (poesía reflejada o sentimental, como diría Schiller) que no se logra focalizar en el aburrimiento de las largas lecturas escolares. Personalmente, a los dieciséis años, prefería The sound and the Fury de Faulkner. L`homme révolté de Camus era mi libro de cabecera. Sin embargo, había leído en Tolstoi muchas páginas que alababan la divina Naturaleza y la simpleza moral del campesino ruso que conoce físicamente su orden y su fuerza tremenda. Cuando, al año siguiente, me encontré con los Quartets de Eliot, regulados según el ritmo de las cuatro estaciones y la combinación de los cuatro elementos (aire, tierra, fuego, agua) y leí su famoso ensayo ¿Qué es un clásico?, entonces empecé a tener curiosidad y a sentirme atraído por Virgilio. Eliot lo convierte en el modelo de autor “maduro”, cuyo talento individual le permite hallar del modo más feliz y útil una tradición ya existente, y crear otra nueva después de él. Madurez como sentido del tiempo y de la continuidad. Lo opuesto a los surrealistas y a la rebeldía de la que hablaba Albert Camus. Todo esto tenía un sentido moral e histórico para el poeta inglés. Eliot había escrito aquel ensayo en 1945, en la ciudad de Londres devastada por los bombardeos de la Alemania nazi, y pensaba que hacía falta remontarse al origen del bien y del mal en nuestra civilización occidental; por lo tanto la “madurez” clásica, la madurez de Virgilio, poeta de los derrotados y de los humildes, adquiría un valor superlativo.

[...]

Es Horacio el polo opuesto de la latinidad poética: ha sido un modelo literario durante siglos, y fue la voz ―de la forma más epigramática y memorable― de una moral autodefensiva del escritor vinculado al poder estatal, pero muy celoso de su vida privada. Horacio, o sea el poeta de la aurea mediocritas, del justo medio, de la conciencia de los límites que nos alienta a que nos conformemos con poco. Horacio, el enemigo de las vanas, agotadoras y desmedidas ambiciones. Antiheroico, él también. Enemigo de los excesos. Poeta satírico, incapaz de tonos sublimes. Est modus in rebus, existe y tiene que existir un límite para cada cosa: esto nos repite el “mediocre”, ansioso y susceptible Horacio a lo largo de una tradición que se nos hizo molesta.

[...]
Entonces Horacio parece volver con Bertolt Brecht, marxista maliciosamente dialéctico, quien justifica el estalinismo pero lo teme, recitando el papel del sabio clásico, un poco taoísta y un poco epicúreo.
Horacio siempre es mencionado entre sus maestros por el inglés Wystan H. Auden: porque Horacio sabía cuán poco se puede modificar y perfeccionar la naturaleza humana (nada le es más ajeno que el sueño mesiánico y casi “marcusiano” de la cuarta égloga de Virgilio) y no ignora cuán vulgares y ciegas son las ambiciones, sobre todo la de pretender guiar a los demás; cuán insensato, en fin, inmiscuirse en políticas que imponen a los individuos el sacrificio de la libertad personal en nombre de una mejora de la vida pública.
Entonces Horacio llega puntual a la cita con la prudencia, con la desilusión, con la astucia autodefensiva, agregándole una moderación epicúrea al pesimismo más total. Así escribe en la sexta sátira del primer libro:

Voy donde más me agrada, libre y solo: pregunto por el precio de la verdura y del trigo, paso por el Circo, en donde se arman embrollos, doy una vuelta por el Foro, hacia la tarde, y me detengo a escuchar a los adivinos. Después regreso a mi casa, delante de un plato de puerros, de masas fritas y garbanzos… Este es el día de aquellos que están libres de angustiosas ambiciones.

Esta situación, que es el tema de las sátiras, es también la premisa de las odas, de los cármenes. El arte lírico de Horacio (y su moral) puede parecer decepcionante por estar tan distante del gusto moderno. No encontramos en su arte ninguna audacia metafórica. Audaces no son sus imágenes, casi nunca, porque la invención estilística le confía todas sus sorpresas a la relación entre sintaxis y métrica. La de Horacio es un arte poética de la brevedad, de la locución concentrada en un ritmo perfecto.
Antes de cumplir veinte años leí el libro de Hugo Friedrich acerca de la “estructura de la lírica moderna”. Fue una revelación, esencialmente porque representaba la otra cara (así me parecía) de los libros de Camus sobre la rebeldía y el absurdo. La “fantasía autoritaria”, el albedrío de las asociaciones y de las relaciones semánticas y sintácticas era la regla o la antirregla de la modernidad poética. Después de unos años apareció en Italia el Grupo ´63, que intentaba introducir nuevamente el espíritu de las vanguardias de comienzos de siglo XX, futurismo, dada, surrealistas, Pound, Joyce. Ahora que aquel intento neovanguardista ya cumplió su ciclo y tuvo su historia, nos preguntamos hasta qué punto la poesía italiana del siglo XX podía ser de verdad modernizada.

[...]

De tal manera, lo mejor del siglo XX poético italiano está quizás en la recuperación o en la persistencia de antiguas formas, versificación cantabile, un realismo irónico animado por una auténtica música (Gozzano, Saba). Hasta el mejor de los poetas herméticos italianos, el más “gótico” y vertical, al final ha se ha encontrado con Horacio, distanciando aquella cuota de simbolismo y surrealismo (si bien moderados) que existían en los poemas de sus primeros libros. Hablo de Mario Luzi, quien en 1963, al publicar Nel magma [En el magma] eligió un significativo epígrafe de Horacio: nisi quod pede certo differt sermoni, sermo merus… [si no se encontrara aquí cierta regularidad de los versos, se trataría simplemente de prosa…]
Tal vez este encuentro entre el hermetismo y la prosa en verso de Horacio signifique algo más que la velada presencia de una larga herencia; tal vez constituya un camino por recorrer aún.


Traducción de Luciana Zollo

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