domingo, 15 de agosto de 2010

Mariano Pérez Carrasco / La aventura del orden (Apollinaire y el arco histórico de las vanguardias)

[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]


Una época que parece estar dejando de ser la nuestra rindió un culto en cierto modo acrítico a la novedad. La lógica en que vivieron aquellas sociedades establecía una inmediata identidad entre lo nuevo y lo bueno. En las últimas décadas la filosofía ha comenzado a preguntarse con particular intensidad cuál era el fundamento de esa creencia desmesurada en «lo nuevo», y encontró que ese fundamento era doble: por un lado, estaba el proceso de industrialización y la omnipresencia de la lógica mercantil; por otro lado, estaba la escatología cristiana y el mesianismo. La aceptación acrítica de la novedad como valor encontraba su fundamento en estos dos grupos de fenómenos.
La evolución de la poesía en el arco histórico de la vanguardia (circa 1920-1970) adquiere un nuevo sentido al verse enmarcada en este cuadro general de la evolución de las sociedades occidentales. No se pueden comprender las propuestas de las vanguardias estéticas sin comprender las ideas de las vanguardias filosófico-políticas: ambas se sostienen en presupuestos teológicos que permiten la apertura de un horizonte escatológico. La fusión entre vanguardia estética y vanguardia política que comienza a producirse en la década del treinta se explica a partir del fundamento teológico que comparten.

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1. La lógica de la novedad y el drama de la vanguardia

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El esbozo que acabo de hacer de la evolución de estos dos poetas [Apollinaire y Aragon] me parece significativo para nuestro presente, pues señala las posibilidades y los límites de algunas maneras poéticas que tienen su origen en el siglo XIX y cuyo arco hoy parece estar concluido. Esta conclusión –este final de época– se verifica en que desde hace algunas décadas es posible percibir un retorno de lo idéntico. Los últimos veinte años del siglo pasado han visto aparecer sucesivas figuras de lo mismo apenas levemente maquillado.
El prefijo «neo» da cuenta del matiz diferencial que quisieron tener aquellos ismos tardíos. Un doble imperativo determinó la evolución de la estética de las últimas décadas: por un lado, quienes comenzaron a escribir en aquella época heredaron de las vanguardias históricas el imperativo de la «novedad imprevista»; por otro lado, este imperativo los obligaba a producir una ruptura con un pasado que había logrado imponer la tradición de la ruptura. Estos hombres tenían el imperativo de seguir siendo considerados vanguardistas. Su drama consistía en tener el deber de romper con aquello a lo cual por tradición pertenecían. El prefijo «neo» dio cuenta de esta paradójica situación: un neo-x-ista es a su vez alguien que pertenece a la tradición del x-ismo pero que ha roto con el x-ismo tradicional. Su ruptura parece consistir, las más de las veces, en que es un nuevo (neo) x-ista; es decir, que su diferenciación respecto del x-ismo tradicional consiste en su valor de novedad –entendida como mera sucesión temporal, y, en ocasiones, radicalización de los mismos gestos– y en el hecho de ser no-tradicional. Esto último es clave: la tradición de la ruptura se impone el deber de ser antitradicional. Este imperativo acaba siendo una condena, pues sólo para los primeros antitradicionalistas es posible romper con la tradición; los segundos, si son fieles a los preceptos del antitradicionalismo, deben romper con el antitradicionalismo al cual pertenecen.
La paradoja es evidente y ha llamado la atención de Octavio Paz, con quien disiento en un punto clave atinente a la caracterización de la modernidad. En opinión de Paz, la modernidad sería, toda ella, el despliegue de una paradójica tradición de la ruptura. En mi opinión, si por «modernidad» entendemos el período que va del siglo XVII hasta la Primera Guerra Mundial, esa caracterización es inexacta, pues aquel período se ha mostrado comparativamente más tradicionalista que períodos anteriores, por ejemplo, aquel que va del siglo undécimo al decimocuarto. La ruptura entre románticos y clásicos es ínfima comparada con la verdadera revolución que significó la adopción de las lenguas vernáculas como lenguas literarias. La panoplia de temas introducidos por el realismo palidece ante la elaboración del concepto de amor en el siglo XII, del cual esos realistas (Stendhal y Flaubert, por ejemplo) son herederos directos.
Mi caracterización del período no implica un menosprecio de la modernidad. Sólo sería así si considerase que la novedad posee algún valor en sí misma, y no es esta mi opinión. La concepción de Paz acerca de una tradición de la ruptura se aplica perfectamente al período que va de la Primera Guerra a la década de los setenta. En esos sesenta años la tradición de la ruptura gozó de una enorme vitalidad, que ha ido perdiendo progresivamente hasta nuestra época. Hasta los setenta fue todavía posible ser nuevo sin ser, ipso facto eoque ipso, viejo. Luego esto sería imposible, y esa imposibilidad llevó a que quienes vinieron después adoptasen de entrada el prefijo «neo», como primer y muy a menudo único expediente para conservar el valor que los sesenta años anteriores contribuyeron a encumbrar como supremo: el valor de la novedad. Pero esto no podía conducir a la superación de la paradoja en la cual habían caído por la aceptación del valor de la novedad. Pues, una vez aceptado que el valor supremo es la novedad –que se convierte por ello en criterio universal de juicio– nos encontramos ante una imposibilidad judicativa y constructiva que no es fáctica sino lógica, de allí que no pueda ser superada. Aceptar la novedad como un valor en sí mismo, y, en consecuencia, como un criterio de juicio, implica despojarse eo ipso de todo criterio judicativo, pues la novedad considerada como valor destruye todo otro valor, ya que el valor se convierte en tal solamente por el hecho de ser nuevo. Así, no se puede decir que un poema es perfecto, bien construido, bello, pues ni la belleza, ni la construcción, ni la perfección son valores nuevos. En todo caso, hay que buscar una belleza, una perfección, una construcción aún desconocidas (es decir, nuevas); y aquí se cae en otra paradoja, pues si esos valores son aún desconocidos no se los puede utilizar como criterio de juicio. Afirmar, por ejemplo, que un poema es bello de una belleza desconocida implica formular una proposición que se destruye a sí misma; pues, o bien se conoce lo que es la belleza, y se encuentran en ese poema ciertos rasgos atribuibles al concepto de lo bello, con lo cual la belleza que se predica del poema no cae ni por fuera de nuestro conocimiento (no es desconocida) ni por fuera del concepto de belleza (no es nueva), o bien se sabe lo que es la belleza (por eso se afirma que el poema es bello), pero no se encuentra en el poema rasgo alguno que corresponda a ese concepto, con lo cual nos vemos impedidos de decir que es bello; y, si así y todo queremos decir que es bello, pero que desconocemos el género de belleza al cual pertenece (hablando con propiedad, la especie), volvemos a caer en una paradoja, pues, en definitiva, nuestro desconocimiento del predicado que deseamos atribuir al objeto (la belleza) nos impide ser conscientes de aquello que estamos predicando.
En resumen, el arco histórico del vanguardismo concluyó cuando se volvió imposible la realización de los gestos de ruptura que caracterizaron a las vanguardias tradicionales; a partir de ese momento (circa 1970) la novedad consistió fundamentalmente en la repetición de gestos y propuestas anteriores: en lo esencial, estas copias eran idénticas a sus modelos; la conciencia de esta identidad, unida al imperativo de novedad, llevó a que los nuevos ismos (que se sabían viejos) se autodenominasen nuevos (neo-x-ismos), y buscasen en sí mismos y en sus repeticiones, en general infructuosamente, algún rasgo de novedad.
La lógica que acabo de esbozar constituye el núcleo del drama que vive nuestra cultura desde hace treinta años. Esta lógica de la novedad no afecta únicamente a la literatura, sino a todas las esferas de la sociedad. El proceso que llevó a que la novedad per se fuese considerada no sólo un valor, sino el valor supremo, no ha sido ni propio ni exclusivo de la literatura y el arte; por el contrario, la literatura y el arte han importado ese valor de otros ámbitos.
El mercado es el ámbito en el que la novedad constituye legítimamente el valor supremo. No es casual que el valor de la novedad se haya extendido a todos los ámbitos de la sociedad en el momento en que el mercado llegaba a constituirse como tal, es decir en el período de los grandes imperios europeos, cuyos conflictos mercantiles condujeron a la Primera Guerra. Es posible, en consecuencia, suponer un vínculo de causalidad entre la adopción de una estética de lo efímero («culte de l’éphémère» es expresión de Aragon en Le paysan de Paris) cuyos objetos predilectos son las mercancías en desuso, y la extensión y consolidación del mercado europeo mundializado.
Si las hipótesis que sugiero son verdaderas, parece concluirse que al adoptar la novedad como supremo valor y como criterio de juicio, la literatura y el arte pierden su autonomía. Pero esta conclusión es inexacta. La inexactitud de esta conclusión reside en la creencia de que el arte y la literatura han sido alguna vez actividades autónomas. La autonomía del arte es un mito decimonónico que ha heredado el siglo XX. El arte no es una actividad productora de sentido, sino reproductora. Los artistas adoptan los valores y conceptos de la filosofía, la religión, la ciencia, la política. Ningún gran poeta (la afirmación puede extenderse a los artistas en general) ha vivido esto como un drama; por el contrario, suelen aceptar ese substrato ideológico como algo dado, en cierto modo natural: aquello sin lo cual sus obras serían ininteligibles. En nuestra cultura, los distintos cristianismos, con sus diversas teologías y filosofías, proporcionaron un sistema de coordenadas que hacia la Primera Guerra ya estaba roto. Los soldados que partían al frente llevaban en sus mochilas indistintamente la Biblia, Homero y Así habló Zaratustra (Karl Löwith ha estudiado este punto). La escatología de las religiones seculares, por un lado, y, por otro lado, la realidad del mercado surgido del proceso de industrialización, acabaron con aquella relativa unidad de la Europa cristiana, y fueron suplantando paulatinamente sus valores.

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3. La realidad de las fotos sobre mi corazón

Leí Caligramas por primera vez en la Clínica de Olivos. El hecho de estar enfermo me hacía establecer un vínculo de empatía con aquel poeta cuyas fotos más famosas (la edición de J. I. Velázquez editada por Cátedra trae abundante material fotográfico) lo presentaban ojeroso, recostado en su cama de hospital. Yo tenía dieciséis años y un fanatismo religioso por casi todo lo que tuviese algo que ver con el surrealismo. El año anterior había ganado un concurso de poesía cuyo premio era la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini. Hasta ese momento mis modelos eran el Juan Ramón Jiménez de Estío, Bécquer, Rafael Obligado (me gustaban sus poemas contra el progreso más que Santos Vega), Almafuerte, Miguel Hernández, el Quevedo satírico, algo de Lope de Vega (admiraba y envidiaba su donjuanismo), los sonetos de Garcilaso. Por sobre todos, había estado la presencia insuperable de Rubén Darío. Todo Darío, cuentos, poesías, impresiones. En la revista Caras había leído Sinfonía en gris mayor e inmediatamente me senté a escribir dodecasílabos. Mi maestro de preceptiva era Calixto Oyuela, un libro heredado de mi bisabuelo. Alrededor de mis quince años, Darío fue suplantado por Neruda. Imité hasta el hartazgo los Veinte poemas y El hondero entusiasta. Me costó muchísimo entender Alturas de Machu Pichu y Tentativa del hombre infinito. Estos libros presentaban un tipo de poesía que no encuadraba en nada que hubiese leído. ¿Por qué esos versos eran versos y no prosa?, me preguntaba. ¿Por qué Neruda prescindía de la puntuación, a menudo de la rima, del metro, elidía la apertura del signo de interrogación? Algo era cierto: Neruda me fascinaba. Neruda era solar. Estravagario me enseñó el eneasílabo. En eneasílabos escribí un poema en que un hombre abandonaba a dios y caía de rodillas, imprecando. Ese poema ganó aquel concurso. Por las noches, me acostaba con el tesoro de mi premio e intentaba leerlo. Fracasaba. No entendía nada. Contaba mentalmente los versos: ninguno estaba medido. Me sentía completa, fanáticamente de acuerdo con la introducción de Pellegrini; yo también estaba en contra de la sociedad, la razón, el progreso. Estaba, sobre todo, en contra de la escuela. Pero cuando pasaba de la introducción a los poemas, no entendía nada. (Lo mismo me pasaría al leer Rimbaud y Apollinaire en las ediciones de Cátedra: magníficas introducciones, poemas ininteligibles.) Hasta que un día se hizo la luz. El admirable ritmo logrado por Pellegrini me hizo enamorar de Las armas milagrosas de Aimé Césaire y de los poemas de Desnos. Entendí cuál era la presa de esos poemas.
El caso es que, ya convertido al surrealismo, poco antes de caer enfermo había querido saber quién era Apollinaire, a quien consideraba (gracias a Nadeau) el abuelo del movimiento surrealista. Y compré la edición de Cátedra justamente por su introducción, con la esperanza de comprender algo. Una vez más fracasé. Me interesaba lo que decía Apollinaire, y sobre todo lo que Velázquez decía que Apollinaire quería hacer, pero no llegaba a entender por qué Apollinaire era considerado un gran poeta. Aunque recientemente convertido al surrealismo, mis oídos estaban formados en la poesía española (es decir, en la única poesía que, ignorante de otras lenguas, podía entender), y, sobre todo, en la música de Rubén Darío, en los pies de tetrasílabos de Asunción Silva. Lo que me pasaba con Apollinaire me había pasado con todos los poetas extranjeros. Quería leer poesía, pero, defraudado, terminaba leyendo prosa. Esta era mi percepción, pero los críticos, que sin duda sabían más que yo, decían otra cosa. La certeza de la superioridad de los críticos me llevó a abandonar mi parecer y a adoptar el de ellos. Llegué a la conclusión de que la poesía moderna era lo que leía en esas traducciones. Recién una década después, cuando mi conocimiento del francés había evolucionado lo suficiente para permitirme escuchar los versos, pude comprender que mi percepción inicial era correcta, y que, en consecuencia, toda la poesía que había escrito a partir de esos modelos traducidos no era más que el producto de mi ignorancia. Comprendí que la edición de Velázquez es la mejor en español para estudiar los Caligramas, pero nada dice de la poesía de Apollinaire, de esa música que es tan fácilmente perceptible en el original.
Independientemente de este primer malentendido, hubo un hecho más importante, que creo que, al igual que el anterior, es tanto una vivencia personal cuanto una experiencia de varias generaciones de argentinos. Se trata de una de las marcas de nuestra cultura. Apollinaire, los surrealistas, y, fundamentalmente, los críticos que los comentaban e importaban, habían hecho surgir en mí un desprecio hacia aquellos modos poéticos objeto de mi primer amor. Neruda, Bécquer, Hernández me habían emocionado. Sus versos habían sido efectivos para ese chico de entre trece y quince años que los leyó. De pronto, voces que consideraba autorizadas me ‘‘hacían ver’’ no sólo que todo eso era el pasado (lo cual, en parte, es verdad), sino que, como producto de una sociedad corrompida, corruptos en consecuencia ellos mismos, debían ser destruidos. La convincente voz de Breton clamaba: litteratura delenda est. Y allí estaba también Apollinaire, profetizando lo nuevo: el verdadero poeta era un mago, un profeta que explora las profundidades de la conciencia («les profondeurs de la conscience»); para escribir versos había que abandonar todo saber, ser un ignorante abierto a la gracia («c’est le temps de la grâce ardente»), y, de ese modo, divinizarse («l’homme se divinisera / plus pur plus vif et plus savant») . Estos tópicos son de origen agustiniano, patrístico. Cuando profundicé mis estudios de filosofía medieval, comprendí que los poetas del siglo XIX y sus herederos no rompen con el cristianismo, sino con el catolicismo racionalizante, político, institucional, y redescubren (Baudelaire es el más destacado de ellos) un cristianismo primitivo que les exige abandonar la razón, el orden, los reinos de este mundo, y abrirse como modernos ascetas a la gracia vivificante. Abandonan el saber, abandonan la ciencia, para entregarse a la gracia. A menudo se olvida que la Modernidad no ha sido una época menos cristiana que la Edad Media, sino más; la Modernidad es, en casi todos sus aspectos, un período anticatólico: lo que se rompe al final de la Edad Media no es el cristianismo, sino la unidad de la Iglesia. Los modernos critican a los escolásticos el que se hayan dejado seducir por los dislates de la sabiduría pagana (principalmente Aristóteles); Descartes, Hobbes, Leibniz quieren construir un saber que sea genuinamente cristiano, aunque no necesariamente católico. Apollinaire está en esta línea. Este agustinismo extremo (consistente en la devaluación de la naturaleza, que es pecaminosa, frente a la gracia: «je me suis enfin détaché / de toutes choses naturelles / je peux mourir mais non pêcher» ) es una de las causas del informalismo. Como en los himnos cristianos primitivos, lo que importa es el canto mismo, ofrendado a dios, y no su forma. Dedicarle tiempo al trabajo formal es pecaminoso, pues nos vincula con este mundo, al que hay que rechazar; se trata de un pecado análogo al de los afeites femeninos.
El desmesurado (en el sentido de hýbris) anhelo de renovación que surge, de un modo claro, con Apollinaire y que luego heredan las vanguardias, es, por una parte, heredero directo de la concepción cristiana de la renovatio bautismal, y, por otra parte, está motivado por la expansión de la lógica mercantil propiciada por la industrialización. Ambas causas no son contradictorias, sino complementarias. Estas posiciones estéticas entran en consonancia con los credos políticos revolucionarios, también ellos herederos del milenarismo judeocristiano, y que, al igual que los cristianos primitivos, exigían también una renovatio, es decir, la muerte del hombre natural y el nacimiento del hombre nuevo. Esto explica que el arco histórico de las vanguardias coincida con el arco histórico de las revoluciones milenaristas.

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Independientemente de las tristes querellas de escuela (que en general no son más que una forma de afirmarse a sí mismo frente a los demás), lo que queda, lo único importante, es la búsqueda de la belleza, del bien y de la verdad. El amor es la forma de esa búsqueda. El desafío de cada uno de nosotros es encontrar cuál es el objeto digno de ese amor.

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