domingo, 15 de agosto de 2010

Ricardo H. Herrera / Editorial Hablar de Poesía 21

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Retrocedo cuatro décadas en el tiempo y trato de recordar qué significó el verso libre para mí durante los años en que lo trabajé con entusiasmo. Básicamente, un hecho visual: una línea medida a ojo, cortada a ojo, y un oído nunca del todo conforme con los resultados obtenidos, acomodando y reacomodando palabras que subían o bajaban de una línea a otra siguiendo los movimientos de un ajedrez sin reglas. La teoría del corte del verso libre es lo suficientemente elástica como para admitir tantas interpretaciones como poetas hay en el mundo. Por eso mismo, el desasosiego que provoca el verso libre en quien lo cultiva con honestidad ―quiero decir: en quien pretende alcanzar por su intermedio una forma― no puede ser desmentido fácilmente, sobre todo cuando se aspira a intensificar la música del verso y se comprueba que se está desprovisto de los instrumentos de precisión que permiten suscitarla.
Comenzó luego para mí un tiempo de aprendizaje que Pessoa ha definido con gran ironía al enunciar la poética de su heterónimo Ricardo Reis: el período de la disciplina del ritmo. “La disciplina del ritmo ―dice Reis― se aprende hasta que acaba siendo parte del alma: el verso que la emoción produce nace ya subordinado a esta disciplina. Una emoción naturalmente ordenada: una emoción naturalmente ordenada es una emoción traducida a un ritmo ordenado, pues la emoción da el ritmo, y el orden que hay en ella el orden que en el ritmo existe.” De estas líneas sin desperdicio (cuyo humor reside en el hecho de desmontar la mecánica del clasicismo, que tiende a confundir lo natural con lo que en realidad es absolutamente artificial) quiero destacar el uso que hace Reis de la palabra traducción para ligar los conceptos de emoción y ritmo, ligazón que señala el pasaje pessoano del vanguardismo al clasicismo. Desarrollando su hipótesis, podría hablarse de dos instancias rítmicas: la primera radica en el paso de la emoción personal a un ritmo igualmente personal (vale decir: desordenado); la segunda, cuando traducimos propiamente, o sea cuando nuestra emoción se somete a un sistema rítmico impersonal (esto es: ordenado).
Todo poeta vierte sus emociones en un orden rítmico; la diferencia entre el vanguardista y el clasicista radica en la manera en que llevan a cabo esa operación: con libertad el primero, con disciplina el segundo. Con excesiva libertad diría el clasicista, con excesiva disciplina replicaría el vanguardista. Libertad quiere decir: haciendo uso del verso libre, lingua franca de la época. Disciplina quiere decir: haciendo uso del instrumental técnico que provee la tradición de la lengua, ese ritmo disciplinado que se disciplina aún más al someterse a la impersonalidad de las formas fijas, pero que a fuerza de compenetración con un modelo consagrado por el uso durante siglos ha concluido por convertirse en “parte del alma”.
Hasta aquí el planteo no ofrece problemas. Los problemas comienzan cuando se comprueba que por lo común el versolibrismo del vanguardista supone una ignorancia poco menos que completa del instrumental técnico de la tradición que lo precede en el tiempo, afirmación que de ningún modo puede hacerse reversible, por lo menos no en el caso de Pessoa. Esto se pone de manifiesto especialmente en el ámbito de la traducción, cuando se abordan textos que se someten a una forma fija. La traducción implica un homenaje incondicional a la voz de otro, una adhesión en verdad ilimitada, como sólo puede merecerla la voz que uno ama. No tiene mucho sentido, por lo tanto, desentenderse de las cualidades de esa voz al intentar imitarla, esto es: traducir con verso libre a poetas modernos que han impugnado la insuficiencia de ese vehículo, como es el caso de Frost y de Auden, entre muchos otros. Hacerlo así contribuye a desfigurar el genuino perfil de la modernidad: un fenómeno tan complejo y contradictorio como las muchas voces y las muchas poéticas ―todas válidas― que pueblan el universo pessoano.
Sin embargo, lo verdaderamente extraño no radica en esto, sino en el barrunto de que la flexibilidad del verso libre agrada más a la mayoría de los lectores de poesía moderna traducida, aun cuando el poeta traducido no use ese vehículo en ningún momento. Dicho con un ejemplo: se acepta el ritmo estricto de Auden cuando se lo escucha recitado en un inglés que no se alcanza a comprender del todo, pero tratándose de un Auden traducido, se prefiere decididamente soslayar su musicalidad. Se diría que nuestra lengua poética ha tomado partido por la prosa; soporta el canto exclusivamente cuando la voz tiene el carácter de un instrumento desprovisto de significado. También aquí resulta oportuno citar a otro de los heterónimos de Pessoa: “La poesía ―dice Bernardo Soares en el ‘Libro del desasosiego’― ayudaría a que los niños se aproximen a la prosa futura; puesto que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemotécnico, auxiliar e inicial”.
Traduzco la observación a mi propio código: la poesía nació en un momento en que se tenía una concepción circular del tiempo; se concibió a sí misma, por lo tanto, como una límpida y atónita esfera: un fruto del lenguaje; de ahí que en una época como la nuestra, cuya concepción del tiempo es otra, las formas fijas no satisfagan. Alguna vez, de viaje ―mientras el ómnibus que me llevaba atravesaba una plantación de árboles frutales― me llamó la atención que uno de mis acompañantes, un chico no demasiado chico, aunque sin duda de filiación exclusivamente urbana, preguntase qué eran esas bolas amarillas que colgaban de las plantas; quedó sorprendido con la desconcertante noticia de que las mandarinas nacían de los árboles; algo similar le sucede al vanguardismo: habita un mundo que ignora la relación entre la forma fija y la concepción de la poesía que está en su origen, concepción aún vigente para el oído de algunos poetas modernos: Frost, Auden y Pessoa, entre otros igualmente notables.
Una última divagación: ¿por qué Pessoa pudo afirmar la primacía futura de la prosa y, simultáneamente, cultivar formas poéticas de una extremada densidad rítmica, como lo son las odas de Ricardo Reis? La cohesión de esas odas no tiene nada de infantil; por momentos, pareciera que el poeta intentase revivir la dimensión oracular del lenguaje, como si avanzara directamente hacia el núcleo arcaico de la poesía: una sintaxis enrarecida al máximo por exigencias de forma y de ritmo, sin que por ello pueda hablarse de barroquismo. Laconismo es el norte que imanta el clasicismo de Reis: pocas palabras, pero vibrantes de expresividad gracias al ritmo que las ciñe vigorosamente. Trascribo una brevísima oda fechada a fines de 1928: Negue-me tudo a sorte, menos vẽ-la, / Que eu, ‘stóico sem dureza, / Na sentença gravada do Destino / Quero gozar as letras. (“La suerte, menos verla, / Niégueme todo: estoico sin dureza, / La sentencia grabada del Destino, / Gozarla letra a letra”, traduce Octavio Paz.) Sin duda, estamos en las antípodas de la prosa, también del verso libre; el hieratismo rítmico de estos versos rigurosamente medidos lo deja bien en claro. Pero, ¿qué nos dicen estas líneas, al tiempo que oponen su último deseo al símbolo de lo desconocido y, en cierto modo, obtienen de éste una transparencia dura como el cuarzo? Básicamente, afirman el placer de la expresión. Reis se muestra dispuesto a aceptarlo todo con tal de poder expresarlo: ese es el límite de su estoicismo. Expresión equivale a redención en esta breve estrofa: una buena definición de la poesía. Los elementos mnemotécnicos del verso (cantidad silábica y acentuación enfática) graban en la mente las palabras, de acuerdo, pero no hay rastros de infantilismo en ello. Por el contrario, se diría que es una madurez perdida la que nos habla lacónicamente desde la imaginaria antigüedad urdida por Pessoa en las odas de Reis. De ahí que Álvaro de Campos, el heterónimo vanguardista, pudiese decir de su colega: “No critico a Reis más que a otro poeta. Lo aprecio realmente, y a decir verdad, por encima de muchos, de muchísimos otros. Su inspiración es rigurosa y densa, su pensamiento compactamente sobrio, su emoción real aunque demasiado dirigida hacia ese punto llamado Ricardo Reis. Pero es un gran poeta ―aquí lo admito―, si es que hay grandes poetas fuera del silencio de sus propios corazones”.

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